Mortal
Era en momentos como éste cuando se preguntaba cuál era el sentido de su vida, cuando le embargaba la duda de si valía la pena vivir de esta manera, continuar con esta existencia desoladora.
Siempre tenía que lidiar con un profundo sentimiento de culpa cada vez que clavaba sus afilados incisivos en el cuello de su víctima.
En esta ocasión se trataba de una chica joven, de unos veinte años de edad. La había avistado desde lejos, desde lo más alto del rascacielos de mayor altura de la ciudad. Su pálida piel se transparentaba dejando que a través de ella se percibieran, casi a la perfección, todos sus capilares rebosantes de sangre de color rojo intenso.
Sin pensárselo dos veces se lanzó hacia ella y, sin frenar su veloz vuelo, la asió firmemente entre sus brazos y la llevó en volandas a la azotea del edificio desde donde la había oteado.
En un primer momento la chica, aturdida y asustada, fue completamente incapaz de gritar. Pasada la momentánea confusión, comenzó a comprender lo que le acababa de suceder. Cuando fue consciente de que se hallaba, transportada como por arte de magia por aquel extraño personaje, en lo más alto de aquel famoso rascacielos, su cara fue tomada por un gesto de terror, que llegó a su punto álgido cuando el siniestro ser abrió la boca dejando al descubierto sus enormes colmillos.
El espeluznante alarido de terror de la joven fue bruscamente enmudecido cuando el vampiro clavó sus incisivos en su cuello, haciendo que perdiera el conocimiento de forma inmediata, nada más ser desgarrada su yugular.
El vampiro succionó la sangre que manaba a borbotones de aquella vena. Estaba caliente y tenía un sabor muy dulce, una de las más dulce de las miles que había probado a lo largo de su extensa vida. Si es que se podía llamar vida a aquella existencia como alma errante.
Una vez hubo saciado su apetito con el líquido vital de aquella chica, separó su dentadura de aquella pálida piel, apenas poco más sonrosada que la suya propia. Dejó su cuerpo, prácticamente inerte, con suavidad sobre el suelo y se alejó unos pasos, sin dejar de mirarla.
El pecho de la joven subía y bajaba muy lentamente. Su respiración era muy lenta y superficial.
Siempre sucedía así. Todas las víctimas mostraban el mismo patrón antes de convertirse. A él mismo le sucedió en su momento, el día en el que acabó su vida...Y comenzó su infeliz existencia inmortal.
Hasta entonces, había sido una persona normal, un chico como otro cualquiera de los que vivían en aquella ciudad que, en esa época, se llamaba Nueva Ámsterdam y no era más que una pequeña población de casas bajas situadas dentro de una isla cercana a la costa, provista de una iglesia y de un par de molinos, plagada de huertos y rodeada por una pequeña muralla al norte que la protegía de las inesperadas incursiones de los índígenas del lugar, a los que no agradaba la presencia de los nuevos pobladores venidos del otro lado del océano, así como de los ingleses, que anhelaban arrebatar ese fértil terreno a los holandeses.
Aun recordaba el olor que desprendían aquellas calles embarradas rodeadas de árboles, que eran cubiertas por varios palmos de nieve durante los meses de más frío.
Recordaba también el olor de su hogar, una diminuta casa construida a base de mampostería, que durante esos oscuros días de invierno se impregnaba de un fuerte aroma a leña quemada.
Había sido un niño feliz entre esas cuatro humildes paredes compartidas con sus hermanos y con sus padres, que habían sido los que, años atrás, se habían establecido en aquella colonia situada en el nuevo continente, en busca de una mejor vida para ellos y sus, por entonces, futuros hijos.
Había ido a la escuela junto con otros niños de su edad, donde conoció a la que fue su primer amor. Su único amor. La mujer que se escapaba de casa cada noche para así poder encontrarse a solas durante unos escasos minutos que exprimían al máximo.
Fue una de esas noches cuando, mientras recorría el camino que le llevaba de vuelta a casa, sin previo aviso fue secuestrado por un engendro volador que, tras llevarlo más allá de la muralla, casi en el confín de la isla, le succionó hasta la última gota de su sangre antes de abandonarlo a su suerte en aquel lugar y desaparecer.
Tardó algunos minutos en despertarse y, en el preciso momento en que lo hizo, supo que su vida había cambiado para siempre. Las dos pequeñas marcas rojas en su cuello, sus colmillos mucho más afilados que antes y su sed de sangre lo delataban: se había convertido en un vampiro. Había sido condenado para toda la eternidad a una existencia en búsqueda constante de víctimas con las que saciar su hambre.
Nunca más volvió a visitar a su familia, aunque cada día los seguía de cerca, para saber de sus vidas, así como seguía a su gran amor.
En muchas ocasiones tuvo la tentación de morder su cuello, ese cuello que tantas veces había besado con ternura, para convertirla en su compañera para toda la eternidad. Pero nunca tuvo el valor suficiente para hacerlo, no fue capaz de condenar a su amada a esa cruel existencia a la que él ya estaba abocado.
Según fueron pasando los años, las vidas de sus seres queridos y sus conocidos se fueron apagando, hasta que todos los habitantes de aquella población se convirtieron en seres completamente ajenos a él, a los que ya no le importaba utilizar para calmar su hambre, cada vez más voraz.
Poco a poco, Nueva Ámsterdam se fue convirtiendo también en un lugar desconocido. Cuando pasó a manos de los ingleses le cambiaron el nombre, rebautizándola como Nueva York. Los molinos dejaron paso a otro tipo de construcciones que, en poco tiempo, sobrepasaron los límites de la muralla, que ya no era necesaria puesto que los indígenas habían sido totalmente sometidos. Los huertos fueron sustituidos por edificios a gusto de los nuevos colonizadores del lugar.
Con el tiempo, esa población, al igual que el resto de las que se extendían a lo largo de aquella costa, se sumó a la declaración de independencia y se sumergió en una guerra que supuso el comienzo de su libertad.
Desde su nueva perspectiva de ciudad americana, el pequeño poblado de casas bajas de su infancia comenzó a sufrir una transformación espectacular. Se construyeron edificios altísimos, que llegaban a rayar el cielo y ocuparon todo lo que antes eran campos de cultivo. La ciudad sobrepasó los límites de la isla donde había surgido y se convirtió en una gran metrópolis, la más importante de aquel país de reciente creación que, al cabo de poco tiempo, se convirtió a su vez en el más importante del mundo.
Sus ojos fueron testigos de todas esas transformaciones, no solo en la ciudad, sino también en sus habitantes. En su niñez todos se conocían entre sí. Ahora eran millones de extraños que trataban de esquivarse en las calles y caminar entre los miles de coches que contaminaban el lugar.
Aun así, le seguía resultando complicado elegir a sus víctimas. Aunque consideraba que sus vidas no eran ni la mitad de plenas que las de los antiguos habitantes de Nueva Ámsterdam, consideraba que no tenía derecho a truncarlas como aquel desalmado truncó la suya más de trescientos años atrás.
Pero no tenía más remedio que hacerlo, su instinto era más fuerte que su conciencia.
La chica se estaba despertando. En esos momentos siempre pensaba en quedarse al lado de su víctima para explicarle lo que acababa de pasar y cómo sería su vida a partir de ese momento. Hubiera agradecido que su agresor lo hubiera hecho con él, todo hubiera sido más fácil de esa manera.
Pero nunca lo hacía. No se atrevía a decirles a la cara que les había convertido en seres infrahumanos condenados a una existencia errante para toda la eternidad. Quizá era lo mismo que le ocurrió al que lo convirtió a él. Quizá algún día se lo encontrara en su camino, como había encontrado a muchos de su especie a lo largo de los años, y le podría preguntar todas las dudas que aún tenía.
La chica se estaba despertando. Esta vez sí debería estar con ella. Era tan joven, tan inocente...Sin duda necesitaba algún tipo de orientación para su nueva vida. Esta vez tenía que hacerlo, tenía que dar la cara y estar al lado de la joven.
-¿Qué ha pasado? ¿Quién eres? ¿Dónde estoy?- acertó a preguntar la chica cuando finalmente despertó, mientras se palpaba extrañada sus nuevos colmillos, que sin duda le molestaban.
El vampiro permaneció unos segundos mirándola fijamente a los ojos y, sin mediar palabra, salió volando, alejándose del lugar lo más rápido que pudo.
Era un vampiro, era inmortal. Pero le faltaba valor.