Última parada Plaza de España
Federico Fernández se despierta y coloca su pie izquierdo sobre los fríos baldosines del dormitorio. Detecta un frio punzante. Se levanta dolorido y se dirige al baño. Allí inicia su inalterable rutina que durante cuarenta y siete años ha ejecutado milimétricamente; lavarse los dientes primero en circular y después trazando una línea horizontal. Escupe sobre la pila y seguidamente se enjuaga la boca con Vitis sabor menta. Finalmente deja correr el agua y pasa la mano sobre la porcelana para eliminar los restos pegados. Termina el resto de rutinas matinales; ropa, calzado, desayuno ligero y repite el mantra frente a la puerta de salida mientras se palpa cada bolsillo; llaves-cartera-móvil (la tercera parte del mantra es relativamente nueva pues pertenece a la época). Desciende los cinco pisos en ascensor y sale a la calle. Camina siete minutos y medio para sentarse a esperar el 185 que le llevará en cuarenta-y-cinco minutos a Plaza España.
Federico Fernández camina hasta Calle de Martín de los Heros con calle de Luisa Fernanda, se detiene en el Bar La Toja donde consume un cortado corto de café con dos sobres de azúcar moreno y seguidamente asciende cinco pisos hasta la oficina donde desarrolla el mismo trabajo desde hace veinte-ocho años. Saluda a las mismas personas, personas que ha visto durante esos largos años, también personas nuevas, todas grises como él. Se detiene en la mesa decimo-tercera contando desde la izquierda de la puerta de entrada y se sienta en la desgastada silla giratoria que compraron en el 2008. Montones de papeles de color salmón y morado se acumulan en las esquinas de la mesa. Papeles que cada año amenazan con pasar a estado digital pero que nunca terminan de mutar. Hace sus cálculos, ordena las entradas y salidas, firma algunos papeles, otros los rechaza. No entiende su trabajo, pero lo ha repetido incesantemente cuarenta horas a la semana desde 1995. Federico Fernández en realidad odia su trabajo y su vida, odia su sobrepeso y su calva mal disimulada con un puente de lánguidos pelos canosos. Él tenía sueños, amaba dibujar viñetas de aguerridos aventureros, pero alguien durante su impresionable etapa adolescente insistió acerca de la necesidad de usar su tiempo para algo productivo en vez de pintar muñequitos en libretitas. Ahora que sus horas son productivas, ahora que su vida ha sido productiva, Federico Fernández querría volver a su adolescencia y pedirle una indemnización a aquella persona por obsequiarle con tal ponzoñoso consejo.
Federico Fernández se despierta y coloca su pie izquierdo sobre los fríos baldosines del dormitorio. Hace más frío que la semana pasada y el cielo es de un gris insoportable. Tras su ritual matutino se dirige a la oficina a sabiendas que es domingo. Todo a su alrededor parece diferente pero él persiste en su rutina. La oficina está cerrada y Federico no entiende cómo es posible, en su smartphone lee claramente que hoy domingo las temperaturas alcanzarán los dos grados bajo cero, pero él insiste en golpear las puertas. Cansado encamina sus pasos al Bar La Toja que cierra los domingos al igual que su oficina. Pero Federico insiste en golpear también la persiana del bar. Repite en su cabeza una pregunta incómoda ¿Por qué es domingo? Buscar un bar, uno cualquiera, encuentra un local abierto donde nunca estuvo y se sienta en una mesa. Pide un cortado corto de café y dos sobres de azúcar moreno, pero le sirven un cortado corto de leche y un sobre de azúcar blanquilla. Federico tiembla. Sus ojos parecen querer salir de sus órbitas y sus manos no obedecen los impulsos que su cerebro telegrafía. Entonces coge un periódico de la mesa de su lado derecho y un bolígrafo gastado, alguien ha dejado a medias un crucigrama y en el centro puede leer con letra clara y reseguida “CAPITANTRUENO”. Federico comienza a pintar pequeños muñequitos en una esquina. Muñequitos que cada minuto crecen en tamaño y complejidad. Sigue con cada esquina con la que se topa, con cada página y hueco que encuentra en el periódico, luego continúa directamente sobre la letra impresa, cada vez aprieta con mayor fuerza la punta del bolígrafo prácticamente gastado y seco. Sigue y sigue dibujando como si un motor de gasolina hubiera prendido en el centro de su estómago y sus pistones al rojo vivo quemasen su esternón. Golpea el cortado que cae al suelo con estruendo, pero Federico no se detiene, es más, ahora sigue las viñetas y los personajes directamente sobre la mesa, y continúa dibujando sobre la madera, y después continúa sobre la siguiente mesa, ya no pinta ahora cincela sobre la madera. El camarero lo detiene y reprende, pero Federico es incapaz de detenerse, no mira al camarero solamente busca un lienzo cualquiera. Acto seguido el camarero golpea con violencia a Federico reventando su labio superior frente al colmillo derecho y lo empuja fuera del establecimiento. Con un rastro de sangre sobre su pecho Federico sale a la calle olvidando sus pertenencias en el bar. Corre en busca de una librería, pero todas están cerradas. Asaltado por la locura corre a la oficina y trata de entrar forzando la salida de emergencias. Las alarmas saltan por los aires pero aun así sigue subiendo hasta la quinta planta. Encuentra su mesa y cerca de ella el armario con el material de oficina. Abre las puertas con violencia y agarra un paquete de folios y un gran puñado de bolígrafos bic de color rojo. Llora de alegría. Corre escaleras abajo y se lanza en plancha a la acera frente a la salida de emergencias de la oficina donde cuatro agentes parecen comunicarse por walkie a la espera de órdenes. Al ver aparecer un hombrecillo con sobrepeso blandiendo decenas de bolígrafos de colores y ojos inyectados en sangre, tan roja como tinta de los bic que atesora los agentes, engrandecidos, lo interceptan y tratan de reducir, pero su sorprendente fuerza para su constitución no les permite aplacarlo fácilmente, en el transcurso de varios minutos una pequeña multitud se arremolina alrededor de un pobre señor que insiste en dibujar y dibujar sobre sus folios. Al cabo la calle se encuentra empapelada con cientos de hojas con un dibujo o trazo nervioso en color rojo, y Federico sangrando y sonriendo mantiene su mejilla sobre el frío capó de un BMW i3 cien por cien eléctrico, la sangre de su labio recorre lentamente las elegantes líneas del vehículo y las voces no se detienen a su alrededor pero Federico Fernández no deja de sonreír ahora que, apresado y esposado, está por fin libre.