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Hotel Dios (II): "La familia Rueda"

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Desde el punto y hora en que el chico entró por aquella puerta algo no le olió bien. El pestazo a orín seco pegaba un puñetazo en la pituitaria que noqueaba. Le dieron nausesas. No se sabía de dónde venía, pero invadía hasta el último rincón del recinto. Con el tiempo supo que los urinarios de la esquina Norte del patio eran los responsables del hedor. Pudo observar cómo un cura pasaba de vez en cuando con una manguera y desde fuera enchufaba agua a presión sobre los wateres, pero esa era la única limpieza de que disfrutaban. En los cinco años que permaneció en la institución educativa el chico nunca orinó ni defecó dentro del recinto del colegio. Se aguantaba las ganas desde las nueve de la mañana a la una y media de la tarde, y de tres a cinco y media. Así durante un lustro. El asco que le daban esos mingitorios era proporcional al que le provocaban las gentes del lugar.

hoteldios25No entró con muy buen pie el chico. Sus padres le cambiaron de colegio sin su consentimiento. Él no tenía demasiado odio a su colegio anterior, y eso ya era mucho para un chico, que siempre debe odiar su centro educativo por una norma moral no escrita. Su madre fue a ver al subdirector de los curas y éste le pidió una recomendación para admitir a su vástago. Tuvo que preguntar por aquí y por allá, pero finalmente una amiga de una vecina le firmó aquel papel en forma de aval. “Quien tiene padrino se confiesa”, le dijo el subdirector a la madre durante la entrevista.

Pero al fin y al cabo estuvo allí el chico, durante un lustro nada menos. Los primeros días nadie le hablaba. Luego se le acercaron algunos. En el patio nadie le pasaba el balón. Así las gastaban allí. Los curas daban un balón de reglamento a cada clase para jugar en el patio, que era administrado por el delegado de clase, que solía ser el que mejores notas sacabas y el más lameculos, física y literalmente hablando. En clase de gimnasia, cuando se hacían los equipos, al chico lo elegían siempre el último, a pesar de que aún no siendo el mejor en los deportes tampoco era ni mucho menos el peor. Era una cuestión de presión de grupo hacia el nuevo, de competitividad y crueldad típicamente humanas, facetas que eran cultivadas por los curas entre el alumnado deliveradamente. Era un perro come perro constante entre chicos y hombres. No se podía estar ni un segundo tranquilo dentro del colegio, había que resistir en guardia todo el rato, ya fuese por la presión de los otros chicos, educados para ello, o por la de los curas, que si te descuidabas te metían un galletón sin avisar o algo peor.

En el pabellón Este se encontraban las habitaciones de los curas y de un reducido grupo de huérfanos que residían a tiempo completo en el colegio. Se comentaba todo tipo de historias sobre aquella zona. Decían que era mejor no entrar allí. Aparte de los profesores, siempre residían en el extremo del piso superior del pabellón un pequeño grupo de curas a los que casi nunca se veía en el patio. Procedían de otros centros y se rumoreaba que habían tenido problemas antes de ser trasladados al lugar, que permanecían arrestados por conducta censurable. Censurable era un eufemismo, comentaban algunos chicos con sorna. El más anciano de los curas sancionados escapaba de vez en cuando de las habitaciones y paseaba por el patio arrimándose siempre a los chicos más pequeños, acariciándolos y besándolos hasta que llegaba alguien de dirección y le obligaba a volver a sus aposentos.

Lo que menos le gustaba al chico sin duda eran sus compañeros, pero en especial un grupo de ellos. Era una recua de graciosos sin gracia dedicados a hacer la vida desagradable a los demás con sus risas falsas y su actitud altiva. Eran los más fuertes físicamente de la clase e imponían su ley en el grupo. Pero estaban capitaneados por un tipo que ni siquiera hacía gala de físico, sino que básicamente era el ideólogo. David. David Fernández Rueda, más conocido como Rueda. Era un ser bastante asqueroso. Conseguía arrimarse a los más fuertes porque su hermano más mayor era un director de cine famoso en aquella época, Fernando Rueda. Se había quitado el Fernández para que sonase mejor el nombre. A comienzos de aquella década había dirigido una comedia de bajo presupuesto que había tenido un gran éxito de taquilla, “Amar a tu sobrina”. La verdad es que tenía gracia, pero el Rueda mayor se creyó rapidamente un sesudo intelectual y pasó a dirigir obras con muchas pretensiones pero un verdadero coñazo. Su hermano pequeño no le iba a la zaga. Vivía de la fama del mayor y hasta los curas le hacían la pelota. Además era un tío melifluo y políticamente correcto que siempre decía a los curas lo que querían escuchar, y éstos lo tomaban como un buen ejemplo. Al chico le daba tantas nauseas la familia Rueda como los urinarios del lugar, además era curioso que el pequeño de los Rueda siempre despachaba un olor raro a rancio porque heredaba la ropa de sus hermanos mayores.

hoteldios22La gente más marginada de la clase odiaba también a Rueda en silencio. Los curas sacaban a Rueda a la pizarra para que leyera sus exámenes de literatura en voz alta, para que diera ejemplo. Había que reconocerle un gusto por saber decir lo que ellos querían escuchar. Pero su charla resultaba ridícula y petulante. Aún así él se creía a sí mismo dotado para todo, se veía agrandado en el espejo cóncavo que le mostraban los curas y sus reidores de gracias.

Afortunadamente no hay mal que cien años dure. Y aquellos años llegaron a su fin. El chico dejó el colegio y nunca volvió a poner un pie en él. Escupía al pasar por la puerta. Soñaba con que cayera un meteorito sobre la cúpula de la iglesia con todos los curas dentro. La vida siguió corriendo. El colegio seguía allí pero no había que pisarlo. Qué gozada. El chico se había hecho hombre. En los periódicos se siguió viendo la vida de la familia Rueda. El hermano mayor continuó rodando películas inaguantables pero con una falsa pátina intelectual, y pronto enchufó a su hermano pequeño en aquel mundillo nepótico y podrido. David empezó escribiendo algún guión, pero muy pronto pudo dirigir una película. “Maravilla de vivir” fue su primer film. El chico fue al estreno y salió con ganas de vomitar. Tras esa vinieron tres o cuatro películas también muy políticamente correctas, y dos o tres libros infumables, que también se decía escritor el pequeño de los Rueda. Además comenzó a escribir columnas en periódicos nacionales opinando sobre cualquier tema, desde física cuántica hasta política, incluso sobre fútbol. Él, que nunca había dado una patada ni a un bote, que era el peor de la clase en aquel deporte con diferencia y jamás había pisado un estadio. El entonces ya hombre Rueda que se había creado para sí mismo era reflejo del chico despreciable del colegio, de aquel risible gracioso sin pizca de gracia había nacido el gran intelectual.

David Rueda se casó con la actriz Diana Puig. Era un tío feo, pero había conquistado a una guapa mujer, al menos ese mérito tenía. Al chico y a otros chicos de la clase les resultó aquello sorprendente al observarlo a través de la prensa, porque ella era fina e interesante, mientras que de él recordaban sobretodo el olor de su ropa pasada de moda y su cuerpo con aspecto de escombro. Cuando Diana a la vista de todos le puso los cuernos con el actor Jens Larsen durante un rodaje, al chico le llegaron mensajes de varios otros chicos a los que no veía hacía décadas mofándose de la desgracia de David Rueda. Uno de ellos decía “cornutto contento” al lado de una foto de David. Contento porque permitió que el escrito Javier Muro hablara en un libro suyo sobre esta infidelidad con el beneplácito de David, que afirmaba textualmente algo así como que “Larsen es un gran actor aunque me ha levantado a mi mujer, es un tío majo, no puedo criticarlo”.

El chico cumplió cincuenta años. Cincuenta veranos y primaveras de alegrías y frustraciones, más de las segundas que de las primeras, casi como cualquier humano. Y en aquel mes de mayo, durante una cita con el médico tras sufrir unos dolores de espalda, le dieron la noticia: tenía un cáncer de pulmón incipiente, un tumor de tres centímetros y medio muy agresivo, casi incurable. Le darían quimio y radio terapia, pero seguramente no pasaría de seis meses de esperanza de vida. El chico ahora hombre se sintió desolado, decaído, a ratos hundido. Pensó mucho durante aquellos días. ¿Qué podía hacer con lo que le quedaba de vida? Decidió que debía buscar algo para dar sentido al final de su existencia.

Pasó dos semanas postrado por los dolores, tuvo tiempo de pensar en aquel final. Primero le vino a la mente fabricarse un cinturón de explosivos y acudir a un partido de su equipo rival de fútbol. O hacer lo mismo en el congreso de los diputados tras pedir asistencia como público a una sesión, allí o en el senado, daba igual para el caso. O intentar saludar al presidente del gobierno con ese ropaje puesto, o incluso acudir a una cumbre mundial del clima para dar una lección póstuma a todas aquellas marionetas manipuladas por los políticos para venderles productos energéticos nuevos de las grandes corporaciones, cosa que le indignaba sobremanera incluso más que su equipo rival. Pero todo aquello sabía que era irreal, que no conseguiría nunca pasar los controles de seguridad de ninguno de aquellos deplorables eventos, que a lo sumo podría volar por los aires junto con algún pobre guardaespaldas o con algún policía que no tenía más culpa que ser lacayo del poder, lacayo como todos los hombres, que en realidad siempre lo somos de algo.

hoteldios23Estaba triste. Abrió el periódico y de repente vio la luz. Ese viernes David Rueda estrenaba su última película, un sesudo documental sobre el cantautor Eulogio Galdós. David nunca había conocido al pobre cantante, que componía unas tonadas para echarlas de comer aparte además de con escaso éxito, pero sonaba muy bien engolar a un personaje de este tipo con cierto malditismo en una película, resultaba muy cool y muy chic, y muy esnob. El chico se tomó esa noche un montón de drogas calmantes y se bebió media botella de Jack Daniels y durmió como un bebé soñando con lo maravilloso que sería el día siguiente. Por la mañana hizo unas compras en la ferretería y el supermercado y después fue al bar del barrio donde se pillaba habitualmente la coca y el costo. Por la tarde tomó dosis triple de calmantes mezclada con alcohol, cogió el coche y condujo hasta un parking del centro. Se presentó en el cine a la hora en que terminaba la película y esperó a que terminada la proyección saliese la comitiva de actores y famosetes que habían asistido. Allí estaba David Rueda, que salió el último entre flashes de los fotógrafos. El grupo capitaneado por David caminó por la avenida hasta una discoteca cercana del centro de la ciudad, donde continuarían sin duda la fiesta. El chico los siguió y entró detrás de ellos, que entraron a un reservado a seguir la noche de fiesta. El chico esperó paciente cerca de la escalera que subía a la zona privada. Un rato más tarde apareció David camino de los servicios. Entonces lo paró. Se presentó para felicitarlo por la película. Al principio David intentó capear y quitárselo de encima como a cualquier fan, pero después de darle algunos datos recordó al chico, y se le dibujó una sonrisa en la cara. Fueron a orinar juntos. Los servicios de la discoteca olían bastante mal, pero no tanto como los del colegio, se lo comentó a David y este rompió en una risotada llena de recuerdos, y le contó cómo metían a los chicos débiles a la fuerza en los mingitorios de los curas y les metían la cabeza en el water, qué recuerdos aquellos, rieron juntos. El chico insistió en invitarle a una copa, y David accedió con reservas, pero accedió quién sabe por qué. El chico pidió dos Llin tonics y disimuladamente introdujo la burundanga en el vaso que luego le dio a David Fernández Rueda para que lo degustase. Echó una buena cantidad. Esperó unos minutos mientras recordaban el pasado en el colegio. Al principio se notaba que Rueda quería marcharse abreviando el encuentro, pero pasados unos minutos el chico era el único que hablaba y Rueda sólo asentía a sus palabras. Entonces le ordenó que le siguiera y Rueda somnoliento aceptó sin reparos. Salieron de la discoteca y recogieron el coche en el párking.

El chico condujo atravesando la madrugada hasta la finca que sus padres tenían en el pueblo que le habían dejado de herencia. Llegaron cuando aya manecía. Abrió la puerta de alambre y condujo el kilómetro y medio hasta la casita. Despertó de dos bofetadas a Rueda, que seguía en estado de sumisión. Le dijo que se sentara en una silla, sobre la que lo ató y lo amordazó. Cuando estaba bien sujeto sacó el bate del maletero y comenzó a golpearlo, primero en las piernas, luego sobre el tronco y los brazos. Después prendió el soplete, le hizo un agujero con la llama en el hombro izquierdo y le achicharró ambos ojos hasta que reventaron en sus órbitas. La morfina mezclada con metanfetamina y ácido conseguían que no sufriera ningún dolor del tumor y al mismo tiempo le desinhibía. Volvió a golpearlo con fuerza con el bate y cuando comenzaba a notar que los efectos de la burundanga desaparecían, porque David comenzaba a intentar gritar cuando despertaba del desmallo provocado por el dolor, entonces agarró el hacha de cortar leña de su abuelo y le partió la cabeza por la mitad de tres o cuatro tajos.

hoteldios24Salió al patio trasero y levantó la tapa de la fosa séptica con unos hierros. Arrastró el cuerpo de David Rueda hasta el agujero y lo lanzó dentro. Después vertió sosa caustica y la cal viva por encima a cholón, y selló la fosa de nuevo. Cerró la puerta de la casita y salió de la finca. Lanzó las herramientas dejándolas caer desde la presa de un pantano cercano. Volvió a casa a esperar la muerte.

Su mujer le echó una buena bronca, pero enseguida disculpó su ausencia, él le contó que necesitaba estar solo, que le pesaba mucho la enfermedad, que tenía mucho miedo a la vista próxima de la parca. Su mujer le consoló e hicieron el amor como la primera vez. La semana siguiente comenzó las sesiones de radioterapia, que fueron muy duras, y más tarde un mes interminable de quimioterapia. Casi ni se le cayó el pelo, que tras el final del tratamiento le rebrotó rápidamente. Le hicieron una revisión y en vez de decirle que ya apenas le quedaba tiempo de vida el médico le dio unos meses más de plazo, porque la combinación de tratamientos había conseguido hacer remitir algo la enfermedad. Pasaron ocho meses y lo que quedaba del tumor continuaba estable. Entonces le ofrecieron experimentar con una terapia genética nueva. Firmó el formulario sin dudarlo. Fue un mes y medio duro, sintiéndose un conejillo de indidas, pero el tumor remitió tanto que se volvió operable, se lo extrajeron sin lobectomía total y el médico le dijo que ésto le daba al menos otro año de vida, que era increíble.

El chico hecho hombre cumplió ochenta y nueve años. No había vuelto por la finca de sus padres en el pueblo. Hacía unos años que un incendio forestal había arrasado las tierras y la caseta. Le dio un ataque al corazón y se murió un 3 de julio con casi noventa años. Sus cuatro hijos le hicieron un sentido funeral en la iglesia de los curas. El chico se revolvió en su tumba, pero eso nadie lo sabe, porque creen que no hay vida después de la muerte.

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Hotel Dios (I): "Sacristía"

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Soñaba. Pero el despertador sonó como siempre. Un sonido de campana algo ensordecedor. Golpeó con fuerza la parte de arriba del reloj para apagarlo. Siempre a la misma hora todos los amaneceres, a las siete menos cinco de la mañana. Apartó las mantas a un lado y se sentó sobre la cama unos segundos. Estiró los brazos y se frotó los ojos. Fuera hacía un ligero fresco típico de febrero pero dentro la calefacción producía una temperatura casi tropical. Se quitó el pijama, abrió el armario y cogió unos pantalones negros, los zapatos de piel que más le gustaban y una camisa de seda. Puso la radio, bajita, no le iban las estridencias, noticias cada minuto, para ir metiéndose dentro del hilo del día a día. Tocó el interruptor del timbre. Esperó tumbado sobre la cama hasta que el ruido de la polea del pequeño montacargas anunció la llegada del desayuno. Abrió la portezuela y allí estaba la bandeja con todo perfectamente cologado. Un café cargado, un zumo de naranja recién exprimido, dos trozos de melocotón el almíbar y dos tostadas con sus correspondientes paquetitos de mermelada y mantequilla al lado. Pero no era mantequilla. Lo había vuelto a hacer. Tendría que volver a quejarse a Maruja, la asistenta, de que aquello no era más que esa porquería de margarina que tanto le asqueaba, sobretodo cuando la calificaban como mantequilla de la de verdad. Era el signo de los tiempos, todo se estaba convirtiendo en un sucedáneo.

Comió y bebió lentamente el desayuno. Cuando terminó volvió a colocar la bandeja en el montacargas y tocó el timbre para que la recogieran. Se puso la chaqueta, cogió el manojo de llaves y salió de la habitación. Por el pasillo no se veía ni un alma. Cogió el ascensor hasta la planta baja, giró por el pasillo hasta la puerta cerrada con llave, la abrió y accedió al pasadizo que comunicaba directamente las habitaciones con la sacristía. Entró en ella y encendió la luz. Quedaban quince minutos para la misa de ocho. Cogió otra de las llaves y abrió el armario de acero del fondo que hacía las veces de caja de seguridad. Sacó el cáliz, la patena, unas cuantas obleas y las vinajeras de oro. Dentro, del tercer cajón también cerrado con llave, extrajo el álbum de fotos.

sacristia2Se sentó en la silla junto al escritorio y comenzó a mirar las imágenes. Iba pasando página a página. Poco a poco lo fue notando. Se excitaba, se fue excitando. Abrió la cremallera del pantalón y se sacó el pene. Aquella rutina maravillosa. Pasando y pasando páginas, hasta que llegaba a la última con aquella imagen que tanto le gustaba, la del niño rodeado por dos hombres, uno delante y otro detrás, con una expresión en el rostro de llanto contenido que no sabía porqué le llevaba nada más verla a la eyaculación en pocos segundos. Esa vez también eyaculó, un gran chorro de semen, se acercó el cáliz y dentro vertió todo aquel líquido blanquecino procedente de sus entrañas.

Se subió la cremallera. Después cogió una sotana y una estola y se las echó por encima. Abrió la puerta. Los dos monaguillos le esperaban sentados en los sillones del coro. Les hizo un gesto y ambos le escoltaron desde la puerta hasta el altar portando los objetos sagrados. La misa de ocho le gustaba. Tenía unos parroquianos fieles a esa hora, siempre los mismos. Tres o cuatro viejas beatas de las que no pueden dormir por la noche. Cuatro o cinco numerarios del Opus Dei del barrio algunos de ellos altos cargos de empresas que acudían a misa antes de entrar a trabajar. A todos les gustaba especialmente su misa, porque a diferencia de otras a otras horas el transcurso era breve, sin excesiva palabrería, y a la hora de la verdad, durante la sagrada comunión, daba las hostias mojadas en el vino a los fieles, no secas, y además daban un pequeño trago del cáliz. La sensación de notar la sangre de cristo en sus gaznates atraía a los fieles, afirmaban que aquel vino tenía un sabor especial, afrutado con aroma a roble pero algo más amargo de lo habitual en boca.

Soltó la perorata sin pestañear, mecánicamente. Dar la comunión de ese modo le excitaba, sobretodo cuando dejaba probar el vino a los monaguillos, pensando en la mezcla de líquidos que había en la copa dentro de aquellos jóvenes. A las ocho y media en punto finalizaba siempre la eucaristía con la frase de “podéis ir en paz”. Los fieles se marcharon en silencio satisfechos y con el alma limpia. Se quitó la sotana y volvió a salir por el pasadizo. Llegó al edificio y subió en el ascensor hasta el segundo piso, en el ala derecha se encontraba su despacho. Se sentó delante del escritorio y sacó el cuaderno donde tenía apuntado el orden del día. Dos clases de historia a los mayores, dos de religión a los pequeños y tres horas de tutoría durante las que recibiría a un par de alumnos díscolos acompañados por sus padres.

Eran las nueve menos diez, casi la hora de subir a las clases, cuando escuchó pasos por el pasillo. Entonces la puerta se abrió de golpe pegando contra la pared, y allí apareció de repente el chicho. Llevaba algo en la mano, un objeto largo, envuelto en papel de periódico.

-¿QUÉ HACE USTED AQUÍ? SALGA INMDIATAMENTE, YA LE HE DICHO QUE ESTÁ EXPULSADO- le gritó con firmeza haciéndose el iracundo.

Pero no le dio tiempo a nada más. El chico metió una tremenda patada a la mesa del escritorio que se le precipitó encima arrinconándolo contra la pared del fondo. Del periódico enrollado sacó un bate de beisbol y comenzó a golpearlo todo a su paso. Atizó un golpe a la máquina de escribir que la envió al otro extremo del despacho, después pegó un golpe a la lámpara, y otro a las estanterías, de las que cayeron barios libros. El chico apartó la mesa de un empujón y lo dejó al descubierto, y entonces le pegó un palo apuntando a la cabeza directamente pero acertó en un hombro, tan fuerte que casi le hizo desmallarse. Cayó de lado al suelo, y entonces el chico lo agarró con una mano de la pechera y lo levantó en el aire, pero al instante lo dejó caer de nuevo mientras en el aire con la otra mano le metió un palazo en el cuello como si su cabeza fuera una pelota en el estadio de los Yankees de Nueva York. Al caer a plomo no llegó a perder el sentido, pero quedó aturdido junto a la pared. El estruendo de golpes continuó un par de minutos que parecían horas, rompió todo lo que había a su paso. Entonces terminó y se hicieron dos o tres segundos de silencio. Entonces lo agarró del cuello de la camisa por detrás y comenzó a arrastrarlo hacia fuera del despacho. Casi no podía respirar e intentó zafarse, pero una patada en las costillas acabó finalmente con toda su resistencia, y se dejó llevar. El chico llamó al ascensor, lo introdujo a tirones dentro, arrastrándolo, y apretó el botón en dirección la planta baja. Cuando llegaron a ese piso, abrió la purta y continuó la operación por el pasillo de salida al patio.

sacristia3Cuatrocientos treinta y siete alumnos formaban en filas de a dos divididos por cursos y grupos sobre el campo de fútbol de tierra, mirando en dirección al edificio donde se encontraban las clases, las oficinas y los dormitorios. La parte frontal de la construcción contaba con un soportal cubierto que se alzaba dos metros por encima de la arena. En su centro, un cura hablaba por un micrófono situado en un atril a la muchachos. Antes de entrar a las aulas, primero venían unas oraciones a Dios y a la virgen María, y luego se leían los resultados deportivos de los equipos del colegio, que cuando eran negativos para la institución despertaban un murmullo de satisfacción entre la multitud. El cura estaba desgranando los tanteos de los partidos de fútbol cuando se escuchó un estruendo al abrirse de un golpe la puerta de metal y cristal que daba al pórtico. El cura se giró y quedó petrificado cuando vio a aparecer al chico arrastrando a su compañero a tirones de ropa. Quedó mudo escuchando los balbuceos de dolor y viendo la sangre que le brotaba de la nariz manchando el suelo de piedra caliza. La juvenil muchedumbre se percató de lo que sucedía, pero obnubilados permanecieron en un silencio sepulcral.

El chico llego hasta el atril, dejó caer como un fardo al suelo el cuerpo del cura, agarró el bate con las dos manos y ante la mirada horrorizada del otro sacerdote le sacudió un batazo a media espalda que le hizo caer hacia delante un metro, aterrizando como un aeroplano sobre la arena. Las primeras filas de muchachos ni se movieron, estupefactos y ojipláticos. A algunos se les escapaban sonrisas nerviosas al ver aquello, pero trataban de disimularlas con miedo para que nadie los viera. Volvió a coger al cura de la espalda de la camisa, como si fuese un saco, un divino sacro saco, y con un hábil movimiento de péndulo lo sacó por el hueco del pórtico, dentro-fuera dentro-fuera, hasta que lo soltó lanzándolo por el hueco del soportal. El cuerpo cayó al lado de otro. El silencio continuaba imperturbable en la multitud. El chico se aproximó al micrófono. Lo tocó, toc-toc, para ver que funcionaba. Acercó la boca. Pensó qué decir durante dos o tres segundos. Sonrió.
-Oh, capitán mi capitán- dijo.

Luego soltó una carcajada, tiró el bate y se marchó por el lateral del patio. Abrió la puerta de recepción donde el portero hacia guardia para que nadie se escapase. Se escucharon unas boces, luego unos estruendos y ruido de cristales. Luego un leve grito entrecortado de socorro del portero. Uno de los curas se levantó arrastrándose por la arena. Gritó: “AYUDAAAAA”. Pero volvió a caer al suelo dolorido y exhausto.

Nadie se movía de la formación hasta que Matesanz salió de entre la multitud. Recorrió las filas de gentío hasta llegar a la cabecera del grupo, donde yacían los curas heridos retorciéndose. Se acercó. Se bajó la bragueta y comezó a orinar sobre ellos.


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2099, año cero

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14 de septiembre, diez de la mañana. El helicóptero de la policía sobrevolaba la manifestación para medir la afluencia y todas corearon al unísono, de forma atronadora y provocadora: “ito, ito, ito, que se caiga el pajarito”. La siniestra ave se alejó y todas, a coro, continuaron cantando el himno del movimiento ecolofeminista universal. "Ai biliv in eingelsssssssssss, ai jav a drimmmmm", resonaban las calles. Estaba claro que había superado con creces el millón de personas, las calles estaban abarrotadas, rugientes. A la cabeza, portando la pancarta que rezaba “TODAS CON RAMONA” y chillando de forma colérica, iba la activista gitana Susana Jiménez, que había invitado a Conchi a marchar junto a ella. Llegaron lentamente a la plaza. Susana subió al escenario y lanzó su perorata habitual ecolofeminista contra los demonios del patriarcado contaminador denunciando el asesinato de Ramona Kellerman. El cuerpo de la activista había aparecido en un descampado a las afueras de la ciudad. Los disturbios se habían sucedido desde entonces en protesta por lo que las feministas afirmaban era un asesinato perpetrado por el aparato estatal machirulo.

cero2Terminó el emocionante acto. Conchi estaba eufórica. Caminó hasta el aparcamiento donde tenía estacionado su Cayenne Turboeléctrico, iba como flotando en una nube, incluso excitada. Susana la acompañó hasta la puerta y para despedirse intentó besarla en la boca, pero Conchi le hizo la cobra con cara de asco. Pisó a fondo el acelerador hasta salir de la ciudad infestada de mujeres, después cogió la autopista y llegó a la circunvalación. Se desvió en la segunda salida y llegó a la barrera de entrada de la urbanización. El guarda la identificó y abrió. Las onduladas calles del interior estaban tan desérticas como de costumbre. Aparcó en el sótano y pudo ver que el Mercedes que solía utilizar David estaba aparcado. Eso la excitó. Subió corriendo las escaleras hasta el tercer piso y abrió el dormitorio de su marido sin llamar. Él estaba en la ducha. Ella se desnudó apresuradamente y entró en la ducha. David puso cara de asustado.

-Hola guapo, ¿te alegras de verme?
-ho, ho ho... hola Conchi. Pensé que hoy dormirías en el centro.
-No, la ciudad estaba insoportable. David, estoy muy excitada....

Le echó mano al pene, pero estaba flácido. David se apartaba, pero ella comenzó a frotarlo y frotarlo.

-Ven aquí, anda, guapo, que tengo ganas.
-Conchi, no, estoy muy cansado, no creo que consiga una erección.
-Está bien, pero no podrás negarte a....

Conchi lo sacó del baño hasta la cama. Abrió un cajón y sacó un vibrador gordo y negro. Se tumbó y se lo metió en la vagina. Lo puso a máxima velocidad. Estaba muy lubricada desde la manifestación, habían sido emociones fuertes. Comenzó a tocarse el clítoris mientras el dildo hacía su trabajo dentro. David contemplaba todo como asustado. Entonces lo llamó a capítulo.

-Venga, vamos, es tu turno, cariño.
-Conchi, de verdad, que vamos a mancharlo todo.
-Te digo que lo hagas. Luego llamamos a Ricarda y que se lleve las sábanas, que para eso la pagamos.
-Está bien.

Entonces David se subió a la cama y se puso en cuclillas sobre la cara de Conchi. Comenzó a apretar pero ella lo apartó de un manotazo que lo tiró de la cama. Se dio un golpazo contra el suelo.

-DAVID, MIRA QUE TE LO TENGO DICHO.
-Pero qué pasa ahora.
-MIRA QUE TE LO TENGO DICHO. Te huele el ano a cloro.
-Conchi, no, no es lo que parece.
-Te lo he dicho mil veces, que no me importa que seas guei. Pero que en la sauna te contagiaron el SIDA, joder.
-No he estado en la sauna, Conchi, te lo juro, que he estado nadando en la piscina. De verdad Conchi....
-No sé si creerte.

La discusión bizantina continuó unos minutos, y fue creciendo, sobretodo el tono de Conchi y sus circunloquios hacia ninguna conclusión. David puso su cara de salvapantallas, la cara de escuchar sin escuchar. se fue vistiendo a la carrera, tropezándose, a trompicones. La interrumpió mientras se calzaba.

-Conchi, todo lo que dices es cierto, pero acabo de recordar que tengo algo urgente que hacer en el centro. Volveré la semana que viene.
-O sea, que yo me quedo aquí otra vez con los niños y tú te vas de picos pardos.
-Conchi, Alejandra está en Irlanda en el internado, y de Daniela ya se ocupa Ricarda.
-¿Y de mi calentón quién se ocupa?
-Llama a Pelayo, por mí no hay problema, ya sabes.

David puso pies en polvorosa mientras escuchaba cómo continuaba de fondo la diatriba de Conchi. De fondo. Gritos. De fondo. Gritos de fondo, hasta que llegó al garaje. Eligió el BMW Turboeléctrico y se sumergió en la conducción. Puso música a todo volumen y apretó el acelerador. Salió por la barrera de la urbanización a toda prisa hasta la circunvalación, donde pisó a fondo y puso el coche casi a ciento noventa. Se saltó el primer radar y le dio morbo pensar que le habían puesto la decimocuarta multa del mes. Luego salió a la autopista y de un tirón hasta el centro. El tráfico en la almendra central era muy fluido desde que los ecologistas sólo permitían circular a coches eléctricos de residentes. Allí ya casi no vivía nadie, más que los ricos y los guapos. Él tenía tres o cuatro pisos difuminados por la ciudad para cuando le apeteciera quedarse en una zona.

Acero4parcó en su plaza de garaje bajo el rascacielos de su apartamento. Tomó el ascensor y se apeó en el piso treinta y uno. Abrió la puerta y allí le esperaba Vicente. Moreno maduro, guapo, con una barbita morena impecable. Le saludó con un beso con lengua.

-Bueno, David, estarás preparado. Yo estoy muy nervioso.
-He discutido con Conchi y tengo la cabeza como un biombo. Pero la ilusión de ésto lo compensa todo.

David y Vicente compartían la mayoría de su tiempo. Ambos estaban casados, pero hacían más vida en común que con sus esposas. David tenía dos hijos con Conchi, pero Vicen había conseguido no embarazar a Marga con excusas peregrinas. Se habían conocido estudiando odontología, fue amor a primera vista. Llevaban catorce años siendo pareja abierta. Ahora iban a dar un paso más. Habían adoptado una niña china, que llegaría al aeropuerto aquella tarde. Se llamaba Mei.

Hicieron el amor de forma apasionada hasta que dieron las siete de la tarde, el vuelo llegaba a las ocho y diez. Cogieron el coche hasta el aeropuerto con la ilusión de un par de padres primerizos. En las puertas de salida esperaron impacientes. Empezaron a salir chinos por la puerta, el avión sin duda había llegado. Los de la agencia de adopción les habían dicho que se pusieran un cartel con la inscripción “JI-CHUAN”. Por la puerta salió una china de edad indeterminada acompañada por un chino mal encarado que se dirigieron hacia ellos. El hombre, con un rostro amarillo y seriamente inexpresivo, les espetó:

-Aquí la tienen. Filmen este papel y es suya.
-¿Dónde está la niña?
-Aquí la tienen. Es suya -insistió el chino señalando a la muchacha.
-Pero qué dice, estamos esperando un bebé.
-Aquí la tienen. Hablen agencia. Yo tengo marchar. Es suya.
-Pero oiga, no nos tome el pelo.

Vicente intentó agarrar al tipo por la chaqueta, pero este se zafó y salió a toda velocidad hacia la puerta de salida. Despareció entre el gentío. Intentaron comunicarse con la mujer, pero no sabía ni una palabra de cristiano. Llegó un policía. Les dijo que no podían continuar con aquel escándalo. Llamaron a la agencia de adopción. Una mujer con acento chino les dijo que aquella era Mei.

-Señorita, no me tome el pelo. Hemos pagado medio millón de Euros por una niña china.
-Y tienen niña china. Es suya.
-Esto no es una niña, debe tener unos veinticinco años.
-Es niña. Nosotlos solo intermediarios. Les prometieron niña y tienen niña de China.
-LE REPITO QUE ESTO NO ES UNA NIÑA, ES UNA MUJER HECHA Y DERECHA, Y CREO QUE ME QUEDO CORTO CON LA EDAD.
-No glite. Es suya.

En un momento dado en que David y Vicente gritaban al auricular la otra persona colgó. Volvieron a marcar el teléfono, pero ya nadie lo cogía en la agencia. Un policía les dijo que no podían quedarse discutiendo a voces allí. Cogieron a Mei de la manga y se fueron al aparcamiento a por el coche. Tomaron rumbo al piso de nuevo. Se voceaban el uno al otro echándose la culpa mientras Mei miraba por la ventanilla.

-Ha sido culpa tuya, Vicente, fue tu idea lo de ser padres, perpetuar la especie.
-Tú dijiste que te gustaba la idea, gallina clueca.
-¿Ahora qué hacemos con ésta?
-Estoy mirando los putos papeles y dice claramente que es hija nuestra a todos los efectos. Mei se llama ahora Mei Osorio Gil de Viedma, encima yo soy la madre según ésto, tócate los cataplines, joder.
-Vaya boca de cloaca tienes, no me gustas nada cuando te pones así.

Llegaron al piso. Pidieron sushi para cenar. Mei lo miró con cara de asco. No debían gustarle los japoneses. No sabían qué hacer, así que la encerraron en una habitación hasta que decidieran cuál era la mejor solución. A Vicente se le encendió una bombilla.

cero5-Mira, David, se me ocurre una cosa. ¿Y si la dejamos embarazada?
-Pero tío, estás loco.
-Que sí. Mira, ya que es nuestra, pues la inseminamos y la usamos de viente de alquiler. Luego podemos ponerla a trabajar en un restaurante o una peluquería. O yo qué sé, la vendemos.
-No me veo yo haciendo el amor con una china, ya me cuesta Dios y ayuda hacerlo con Conchi.
-Con una Viagra y mucha imaginación seguro que se puede. Sí, se puede. Podemos.Unidas Podemos.

David accedió a regañadientes. El plan era conseguir preñarla. Se repartieron turnos eyaculatorios. La dejaron encerrada en la habitación atada a la cama con las piernas abiertas para facilitar la penetración. Fueron semanas de Viagra y cansancio escrotal. Polvo tras polvo se les iba la vida. A los treinta días de aquel maratón se dieron cuenta de que no la había venido el periodo. Se abrazaron y volvió la ilusión, lo habían conseguido. La estrafalaria idea de Vicente parecía que había dado genialmente frutos. Concertaron una cita con Juan Verans, un amigo ginecólogo con el que podían ser sinceros. Juan era también homosexual y padre de familia, de tres hijos. Y por un dinero les atendería el parto o lo que fuera. Acudieron a la consulta y Juan la examinó.

-Las noticias no son buenas. No está embarazada.
-Pero.... bueno, habrá que seguir intentándolo.
-Pues lo lleváis un poco crudo, David. El caso es que esta mujer debe tener unos cincuenta años, y ya ha tenido la menopausia.
-Eso no puede ser. Si aparenta treinta.
-Las orientales engañan mucho. Atiendo habitualmente a las chinas esclavas de un burdel del centro y ninguna baja de los cuarenta, pero las hacen pasar fácilmente por chicas de veinte o treinta. Las orientales cuando cumplen los quince parece que se para el tiempo para ellas hasta los setenta aproximadamente. Pero por fuera, por dentro están muy podridas, os lo aseguro. Las empresas de cátering chinas no las queiren ni para picadillo de ternera.
-Pues ahora a ver qué hacemos.
-Chicos, esta mujer tiene difícil salida. No es el primer caso de timo con las adopciones. Lo que se puede hacer es practicarle la eutanasia ahora aquí mismo. Será indoloro, estad tranquilos. Luego el cuerpo lo recoge una gente que lo disuelven la carne con un ácido y venden el esqueleto y todo ésto, los esqueletos valen una pasta, es otra forma de darles salida a esta chicas cuando se retiran o se ponen enfermas.
-ufff, muchas gracias Juan, qué peso nos quitas de encima.

Vieron con alivio cómo la chica se iba quedando dormida, para siempre. Verans les entregó un acta de defunción, firmaron unos papeles y salieron aliviados. Volvieron a casa. Se abrazaron nada más entrar por la puerta y lloraron. Después hicieron el amor. Durmieron a pierna suelta. Por la mañana se despidieron. David había prometido a Conchi que se irían un fin de semana a Estambul, para limar asperezas matrimoniales.

cero6Habían quedado en el aeropuerto, junto al embarque. Conchi lo esperaba embutida en un vestido carísimo de Gucci color beige. Estaba radiante. Y amable. Le saludó con un beso en la boca. David contuvo el asco que le producía besar a mujeres. El viaje no iba a estar mal. Facturaron el equipaje. Se sentaron en un restaurante de sushi de la terminal hasta que llegó la hora subir al avión. Se dirigieron a la entrada VIP. David entregó su pasaporte a la azafata de tierra y esperó junto al túnel que llevaba al avión a que Conchi entrara. Pero no venía, se debía haber quedado atrás. Siempre hacía lo mismo, siempre había que esperarla. Que le den, pensó, y siguió hacia el avión. Se sentó a esperarla en su enorme asiento bisnes. Entró casi todo el pasaje, pero de Conchi ni rastro. ¿Qué sucedía? Se estaba cabreando, mucho. Despegue, sin Conchi. Por otra parte, mejor, llamaría a Vicente al llegar y éste cogería el primer vuelo para encontrarse con él, al cuerno su mujer paripé. Se tomó tres gintonics y una lorazepam y durmió como un angelito hasta que le despertó el aterrizaje. Salió por la puerta entre turistas rumbo a la recogida de maletas. La suya salió la última junto con la de Conchi, cuando ya casi todo el mundo se había marchado, tres cuartos de hora más tarde. Estaba harto. Bajó las dos Samsonite rojas idénticas de la cinta transportadora y entonces dos enormes policías se echaron sobre él inmobilizándolo. Lo condujeron a rastras hasta una salida donde lo esposaron a un radiador y, delante de él abrieron las maletas. En una de ellas solamente había dos fardos sellados con cinta de embalar. Dos kilos de cocaína.

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9 de agosto, diez de la noche. Ramona Kellerman y Susana Jiménez hacen el amor en su Mercedes Turboeléctrico.

-Vamos, hazlo, Susi, hazlo. Te quiero Susi, vamos. Házmelo.
-No sé si voy a poder, lo intentaré. Me gusta tanto ver tu cara de placer.

Pusieron el asiento en posición horizontal y Susana se colocó en cuclillas sobre la cara de Ramona. Comezó a apretar, pero estaba muy estreñida a causa de su dieta exclusiva de sushi durante semanas. Apretó y apretó, y por fin lo consiguió, salió aquel pedrusco, que cayó sobre el boca de Ramona introduciéndose a causa de la gravedad y la densidad de un golpe hasta la garganta. Ramona comenzó a carraspear. Se levantó de un salto y tiró a Susana hacia un lado. No podía respirar, se ahogaba. Susana la intentó ayudar, pero aquella masa la obstruía las vías respiratorias, se estaba poniendo azul. Ramona boqueó por última vez y cayó como un fardo sobre el asiento. El corazón dejó de latirle. Susana estaba muy asustada. Entonces agarró con todas sus fuerzas el cuerpo desnudo de Ramona y lo arrastró, no son dificultad a causa de sus noventa kilos, fuera del vehículo. En el descampado junto a la autopista no había por supuesto nadie. Dejó el cuerpo, arrancó el coche y pisó el acelerador a fondo.


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lanochemasoscura