Hotel Dios (II): "La familia Rueda"
Desde el punto y hora en que el chico entró por aquella puerta algo no le olió bien. El pestazo a orín seco pegaba un puñetazo en la pituitaria que noqueaba. Le dieron nausesas. No se sabía de dónde venía, pero invadía hasta el último rincón del recinto. Con el tiempo supo que los urinarios de la esquina Norte del patio eran los responsables del hedor. Pudo observar cómo un cura pasaba de vez en cuando con una manguera y desde fuera enchufaba agua a presión sobre los wateres, pero esa era la única limpieza de que disfrutaban. En los cinco años que permaneció en la institución educativa el chico nunca orinó ni defecó dentro del recinto del colegio. Se aguantaba las ganas desde las nueve de la mañana a la una y media de la tarde, y de tres a cinco y media. Así durante un lustro. El asco que le daban esos mingitorios era proporcional al que le provocaban las gentes del lugar.
No entró con muy buen pie el chico. Sus padres le cambiaron de colegio sin su consentimiento. Él no tenía demasiado odio a su colegio anterior, y eso ya era mucho para un chico, que siempre debe odiar su centro educativo por una norma moral no escrita. Su madre fue a ver al subdirector de los curas y éste le pidió una recomendación para admitir a su vástago. Tuvo que preguntar por aquí y por allá, pero finalmente una amiga de una vecina le firmó aquel papel en forma de aval. “Quien tiene padrino se confiesa”, le dijo el subdirector a la madre durante la entrevista.
Pero al fin y al cabo estuvo allí el chico, durante un lustro nada menos. Los primeros días nadie le hablaba. Luego se le acercaron algunos. En el patio nadie le pasaba el balón. Así las gastaban allí. Los curas daban un balón de reglamento a cada clase para jugar en el patio, que era administrado por el delegado de clase, que solía ser el que mejores notas sacabas y el más lameculos, física y literalmente hablando. En clase de gimnasia, cuando se hacían los equipos, al chico lo elegían siempre el último, a pesar de que aún no siendo el mejor en los deportes tampoco era ni mucho menos el peor. Era una cuestión de presión de grupo hacia el nuevo, de competitividad y crueldad típicamente humanas, facetas que eran cultivadas por los curas entre el alumnado deliveradamente. Era un perro come perro constante entre chicos y hombres. No se podía estar ni un segundo tranquilo dentro del colegio, había que resistir en guardia todo el rato, ya fuese por la presión de los otros chicos, educados para ello, o por la de los curas, que si te descuidabas te metían un galletón sin avisar o algo peor.
En el pabellón Este se encontraban las habitaciones de los curas y de un reducido grupo de huérfanos que residían a tiempo completo en el colegio. Se comentaba todo tipo de historias sobre aquella zona. Decían que era mejor no entrar allí. Aparte de los profesores, siempre residían en el extremo del piso superior del pabellón un pequeño grupo de curas a los que casi nunca se veía en el patio. Procedían de otros centros y se rumoreaba que habían tenido problemas antes de ser trasladados al lugar, que permanecían arrestados por conducta censurable. Censurable era un eufemismo, comentaban algunos chicos con sorna. El más anciano de los curas sancionados escapaba de vez en cuando de las habitaciones y paseaba por el patio arrimándose siempre a los chicos más pequeños, acariciándolos y besándolos hasta que llegaba alguien de dirección y le obligaba a volver a sus aposentos.
Lo que menos le gustaba al chico sin duda eran sus compañeros, pero en especial un grupo de ellos. Era una recua de graciosos sin gracia dedicados a hacer la vida desagradable a los demás con sus risas falsas y su actitud altiva. Eran los más fuertes físicamente de la clase e imponían su ley en el grupo. Pero estaban capitaneados por un tipo que ni siquiera hacía gala de físico, sino que básicamente era el ideólogo. David. David Fernández Rueda, más conocido como Rueda. Era un ser bastante asqueroso. Conseguía arrimarse a los más fuertes porque su hermano más mayor era un director de cine famoso en aquella época, Fernando Rueda. Se había quitado el Fernández para que sonase mejor el nombre. A comienzos de aquella década había dirigido una comedia de bajo presupuesto que había tenido un gran éxito de taquilla, “Amar a tu sobrina”. La verdad es que tenía gracia, pero el Rueda mayor se creyó rapidamente un sesudo intelectual y pasó a dirigir obras con muchas pretensiones pero un verdadero coñazo. Su hermano pequeño no le iba a la zaga. Vivía de la fama del mayor y hasta los curas le hacían la pelota. Además era un tío melifluo y políticamente correcto que siempre decía a los curas lo que querían escuchar, y éstos lo tomaban como un buen ejemplo. Al chico le daba tantas nauseas la familia Rueda como los urinarios del lugar, además era curioso que el pequeño de los Rueda siempre despachaba un olor raro a rancio porque heredaba la ropa de sus hermanos mayores.
La gente más marginada de la clase odiaba también a Rueda en silencio. Los curas sacaban a Rueda a la pizarra para que leyera sus exámenes de literatura en voz alta, para que diera ejemplo. Había que reconocerle un gusto por saber decir lo que ellos querían escuchar. Pero su charla resultaba ridícula y petulante. Aún así él se creía a sí mismo dotado para todo, se veía agrandado en el espejo cóncavo que le mostraban los curas y sus reidores de gracias.
Afortunadamente no hay mal que cien años dure. Y aquellos años llegaron a su fin. El chico dejó el colegio y nunca volvió a poner un pie en él. Escupía al pasar por la puerta. Soñaba con que cayera un meteorito sobre la cúpula de la iglesia con todos los curas dentro. La vida siguió corriendo. El colegio seguía allí pero no había que pisarlo. Qué gozada. El chico se había hecho hombre. En los periódicos se siguió viendo la vida de la familia Rueda. El hermano mayor continuó rodando películas inaguantables pero con una falsa pátina intelectual, y pronto enchufó a su hermano pequeño en aquel mundillo nepótico y podrido. David empezó escribiendo algún guión, pero muy pronto pudo dirigir una película. “Maravilla de vivir” fue su primer film. El chico fue al estreno y salió con ganas de vomitar. Tras esa vinieron tres o cuatro películas también muy políticamente correctas, y dos o tres libros infumables, que también se decía escritor el pequeño de los Rueda. Además comenzó a escribir columnas en periódicos nacionales opinando sobre cualquier tema, desde física cuántica hasta política, incluso sobre fútbol. Él, que nunca había dado una patada ni a un bote, que era el peor de la clase en aquel deporte con diferencia y jamás había pisado un estadio. El entonces ya hombre Rueda que se había creado para sí mismo era reflejo del chico despreciable del colegio, de aquel risible gracioso sin pizca de gracia había nacido el gran intelectual.
David Rueda se casó con la actriz Diana Puig. Era un tío feo, pero había conquistado a una guapa mujer, al menos ese mérito tenía. Al chico y a otros chicos de la clase les resultó aquello sorprendente al observarlo a través de la prensa, porque ella era fina e interesante, mientras que de él recordaban sobretodo el olor de su ropa pasada de moda y su cuerpo con aspecto de escombro. Cuando Diana a la vista de todos le puso los cuernos con el actor Jens Larsen durante un rodaje, al chico le llegaron mensajes de varios otros chicos a los que no veía hacía décadas mofándose de la desgracia de David Rueda. Uno de ellos decía “cornutto contento” al lado de una foto de David. Contento porque permitió que el escrito Javier Muro hablara en un libro suyo sobre esta infidelidad con el beneplácito de David, que afirmaba textualmente algo así como que “Larsen es un gran actor aunque me ha levantado a mi mujer, es un tío majo, no puedo criticarlo”.
El chico cumplió cincuenta años. Cincuenta veranos y primaveras de alegrías y frustraciones, más de las segundas que de las primeras, casi como cualquier humano. Y en aquel mes de mayo, durante una cita con el médico tras sufrir unos dolores de espalda, le dieron la noticia: tenía un cáncer de pulmón incipiente, un tumor de tres centímetros y medio muy agresivo, casi incurable. Le darían quimio y radio terapia, pero seguramente no pasaría de seis meses de esperanza de vida. El chico ahora hombre se sintió desolado, decaído, a ratos hundido. Pensó mucho durante aquellos días. ¿Qué podía hacer con lo que le quedaba de vida? Decidió que debía buscar algo para dar sentido al final de su existencia.
Pasó dos semanas postrado por los dolores, tuvo tiempo de pensar en aquel final. Primero le vino a la mente fabricarse un cinturón de explosivos y acudir a un partido de su equipo rival de fútbol. O hacer lo mismo en el congreso de los diputados tras pedir asistencia como público a una sesión, allí o en el senado, daba igual para el caso. O intentar saludar al presidente del gobierno con ese ropaje puesto, o incluso acudir a una cumbre mundial del clima para dar una lección póstuma a todas aquellas marionetas manipuladas por los políticos para venderles productos energéticos nuevos de las grandes corporaciones, cosa que le indignaba sobremanera incluso más que su equipo rival. Pero todo aquello sabía que era irreal, que no conseguiría nunca pasar los controles de seguridad de ninguno de aquellos deplorables eventos, que a lo sumo podría volar por los aires junto con algún pobre guardaespaldas o con algún policía que no tenía más culpa que ser lacayo del poder, lacayo como todos los hombres, que en realidad siempre lo somos de algo.
Estaba triste. Abrió el periódico y de repente vio la luz. Ese viernes David Rueda estrenaba su última película, un sesudo documental sobre el cantautor Eulogio Galdós. David nunca había conocido al pobre cantante, que componía unas tonadas para echarlas de comer aparte además de con escaso éxito, pero sonaba muy bien engolar a un personaje de este tipo con cierto malditismo en una película, resultaba muy cool y muy chic, y muy esnob. El chico se tomó esa noche un montón de drogas calmantes y se bebió media botella de Jack Daniels y durmió como un bebé soñando con lo maravilloso que sería el día siguiente. Por la mañana hizo unas compras en la ferretería y el supermercado y después fue al bar del barrio donde se pillaba habitualmente la coca y el costo. Por la tarde tomó dosis triple de calmantes mezclada con alcohol, cogió el coche y condujo hasta un parking del centro. Se presentó en el cine a la hora en que terminaba la película y esperó a que terminada la proyección saliese la comitiva de actores y famosetes que habían asistido. Allí estaba David Rueda, que salió el último entre flashes de los fotógrafos. El grupo capitaneado por David caminó por la avenida hasta una discoteca cercana del centro de la ciudad, donde continuarían sin duda la fiesta. El chico los siguió y entró detrás de ellos, que entraron a un reservado a seguir la noche de fiesta. El chico esperó paciente cerca de la escalera que subía a la zona privada. Un rato más tarde apareció David camino de los servicios. Entonces lo paró. Se presentó para felicitarlo por la película. Al principio David intentó capear y quitárselo de encima como a cualquier fan, pero después de darle algunos datos recordó al chico, y se le dibujó una sonrisa en la cara. Fueron a orinar juntos. Los servicios de la discoteca olían bastante mal, pero no tanto como los del colegio, se lo comentó a David y este rompió en una risotada llena de recuerdos, y le contó cómo metían a los chicos débiles a la fuerza en los mingitorios de los curas y les metían la cabeza en el water, qué recuerdos aquellos, rieron juntos. El chico insistió en invitarle a una copa, y David accedió con reservas, pero accedió quién sabe por qué. El chico pidió dos Llin tonics y disimuladamente introdujo la burundanga en el vaso que luego le dio a David Fernández Rueda para que lo degustase. Echó una buena cantidad. Esperó unos minutos mientras recordaban el pasado en el colegio. Al principio se notaba que Rueda quería marcharse abreviando el encuentro, pero pasados unos minutos el chico era el único que hablaba y Rueda sólo asentía a sus palabras. Entonces le ordenó que le siguiera y Rueda somnoliento aceptó sin reparos. Salieron de la discoteca y recogieron el coche en el párking.
El chico condujo atravesando la madrugada hasta la finca que sus padres tenían en el pueblo que le habían dejado de herencia. Llegaron cuando aya manecía. Abrió la puerta de alambre y condujo el kilómetro y medio hasta la casita. Despertó de dos bofetadas a Rueda, que seguía en estado de sumisión. Le dijo que se sentara en una silla, sobre la que lo ató y lo amordazó. Cuando estaba bien sujeto sacó el bate del maletero y comenzó a golpearlo, primero en las piernas, luego sobre el tronco y los brazos. Después prendió el soplete, le hizo un agujero con la llama en el hombro izquierdo y le achicharró ambos ojos hasta que reventaron en sus órbitas. La morfina mezclada con metanfetamina y ácido conseguían que no sufriera ningún dolor del tumor y al mismo tiempo le desinhibía. Volvió a golpearlo con fuerza con el bate y cuando comenzaba a notar que los efectos de la burundanga desaparecían, porque David comenzaba a intentar gritar cuando despertaba del desmallo provocado por el dolor, entonces agarró el hacha de cortar leña de su abuelo y le partió la cabeza por la mitad de tres o cuatro tajos.
Salió al patio trasero y levantó la tapa de la fosa séptica con unos hierros. Arrastró el cuerpo de David Rueda hasta el agujero y lo lanzó dentro. Después vertió sosa caustica y la cal viva por encima a cholón, y selló la fosa de nuevo. Cerró la puerta de la casita y salió de la finca. Lanzó las herramientas dejándolas caer desde la presa de un pantano cercano. Volvió a casa a esperar la muerte.
Su mujer le echó una buena bronca, pero enseguida disculpó su ausencia, él le contó que necesitaba estar solo, que le pesaba mucho la enfermedad, que tenía mucho miedo a la vista próxima de la parca. Su mujer le consoló e hicieron el amor como la primera vez. La semana siguiente comenzó las sesiones de radioterapia, que fueron muy duras, y más tarde un mes interminable de quimioterapia. Casi ni se le cayó el pelo, que tras el final del tratamiento le rebrotó rápidamente. Le hicieron una revisión y en vez de decirle que ya apenas le quedaba tiempo de vida el médico le dio unos meses más de plazo, porque la combinación de tratamientos había conseguido hacer remitir algo la enfermedad. Pasaron ocho meses y lo que quedaba del tumor continuaba estable. Entonces le ofrecieron experimentar con una terapia genética nueva. Firmó el formulario sin dudarlo. Fue un mes y medio duro, sintiéndose un conejillo de indidas, pero el tumor remitió tanto que se volvió operable, se lo extrajeron sin lobectomía total y el médico le dijo que ésto le daba al menos otro año de vida, que era increíble.
El chico hecho hombre cumplió ochenta y nueve años. No había vuelto por la finca de sus padres en el pueblo. Hacía unos años que un incendio forestal había arrasado las tierras y la caseta. Le dio un ataque al corazón y se murió un 3 de julio con casi noventa años. Sus cuatro hijos le hicieron un sentido funeral en la iglesia de los curas. El chico se revolvió en su tumba, pero eso nadie lo sabe, porque creen que no hay vida después de la muerte.