Estaban persiguiendo a un perro
Mi abogado me dijo que guardara silencio en el juicio.
No contestes a ninguna pregunta.
Eran niños bien, añadió. De un barrio pijo.
Estaba de pie en su despacho. Todo de madera. Nada de plástico. El ordenador plateado, impecable.
Me había servido un trago en un vaso bajo, con un hielo que flotaba en el ámbar.
¿Te han pegado mucho?
Un poco, contesté.
Joder, es que el padre de uno de ellos es policía.
¿El del muerto?
No, dijo, el otro.
¿Qué tal está?
Le reventaste los testículos.
Sonreí.
Fascistas, dijo él.
Así es, contesté.
Suelo tener pesadillas, y siempre es lo mismo: los ojos fríos y azules de un hombre me observan y me hacen preguntas, una y otra vez, insistentemente. No importa cuántas veces las conteste, siempre vuelven. Y después, los golpes. El hombre, en mis sueños, me pega con la lámpara y a continuación arranca el cable. Me mira y me pasa la mano por la cabeza ensangrentada. Rojo, me dice. Después separa los extremos del cable y hace que pequeñas chispas salgan de sus puntas. Me las acerca a los ojos y yo trato de quitar la cabeza. Las acerca más y más hasta que siento el calor de los chispazos y el olor metálico del metal que se va poniendo al rojo vivo. Entonces me despierto sobresaltado.
Pensé que lo había dejado atrás, pero la jubilación ha acrecentado viejos terrores. Así que a veces paseo en mitad de la noche, o al amanecer, buscando olvidar mis fantasmas. En una de esas noches fue cuando los vi.
Estaban persiguiendo un perro, bajo una luna alta en el cielo. Cruzaban los jardines detrás de él, le tiraban piedras, botellas, latas, lo que encontraban. Cuando el animal se detenía, le daban patadas, o le hacían quemaduras con los cigarrillos. Se tambaleaban, cogían aire, sujetos a las farolas como astros en medio de la calle desdichada.
Estaban persiguiendo un perro porque querían matarlo.
Habían bebido: sus pasos eran torpes y se tropezaban; cuando hablaban, sus palabras sonaban espesas, densas y absurdas.
Yo no podía soportarlo, porque el animal cojeaba de una pata, y tenía el morro lleno de sangre.
Mírale, dijo uno de ellos, ya ni siquiera gruñe.
Bueno, le contestó el otro, habrá que terminar esto. Busca una piedra grande.
El tercero le dio un golpe al perro y este gimió lastimosamente. Trató de alejarse un poco, pero le volvieron a pegar.
Dejad al perro.
Lo dije sin creérmelo, sintiendo la voz extraña y ajena.
Saqué el móvil del bolsillo y lo mantuve en la mano.
Dejad al perro, repetí.
Empezaron a reírse.
Después me ignoraron.
No vas a encontrar ninguna piedra en el césped, idiota, dijo uno de ellos.
El otro parecía confundido.
El animal estaba hecho un ovillo en el suelo, temblando.
Me acerqué aún más y traté de llevármelo.
Eh, viejo, ¿qué haces?
Me llevo al perro, contesté.
Es nuestro.
No, ya no.
Se dio la vuelta. Tenía la mirada borrosa, los ojos enrojecidos.
La luz brotaba por el cielo aún sin sol. Las hojas del otoño estaban rotas en las calles.
El chico se puso delante de mí. Tenía el pelo moreno, muy corto. Era más grande que yo y olía a whisky. Dijo que era su perro.
A mí me temblaban las manos.
Te voy a denunciar, contesté.
Sonrió despacio.
¡Te he dicho que te voy a denunciar!
Traté de coger al animal, pero al agacharme su compañero me empujó y me caí al suelo.
El tercero me dio una patada. No muy fuerte; aun así, me asusté y me quedé unos segundos hecho un ovillo.
Cuando traté de levantarme, me empujó con la pierna y me volví a caer.
Entonces se acercó a mí. Tenía el pelo rubio y largo. También olía a whisky.
Me dijo: perdone, señor, hemos bebido demasiado. Después, caminando hacia mí, añadió: sabe, yo tengo un abuelo de su edad.
Gracias, le dije, mientras dejaba que me ayudase.
Entonces me puso la zancadilla y me volvió a tirar.
El pelo largo le tapaba en parte los ojos. Sus labios eran muy finos. Tenía una mueca amarga, como si el tiempo estuviera atravesado en su garganta.
Yo seguía en el suelo, inmóvil.
El perro se me acercó, y se acurrucó a mi lado.
El chico me susurró al oído: ¿sabe que el cabrón de mi abuelo me pegaba con el cinturón?
Después se volvió a sus amigos y dijo: ahora tenemos dos ratas, ¿qué hacemos con ellos?
Yo me levanté deprisa y dejé que el animal se escondiera detrás.
Marchaos, dije.
Pero estaban muy borrachos.
Uno de ellos se alejó y empezó a vomitar en el parque. Después se echó en la hierba y se quedó allí dormido, boca arriba.
Marchaos, repetí. O llamaré a la policía.
El chico rubio de los labios finos se acercó. Dio un paso detrás de otro, tambaleándose. Se quedó mirándome con desprecio.
Sus ojos eran tan fríos y azules como los del hombre que me interrogaba. La primera vez que me arrestaron también la luz era delgada en el cielo: se oían los relinchos de los caballos, los pitidos de la policía, las carreras, las pelotas de goma silbando y rebotando contra el suelo. Había chicos y chicas sucios de sangre y desesperación; soltaron a los cuervos con sus garras ennegrecidas que golpeaban y golpeaban, subían y bajaban desde la cúpula en silencio de la tarde; los edificios grises volvieron el rostro mientras los las porras repiqueteaban en los cuerpos.
Sacudí la cabeza y les enseñé el móvil.
Voy a llamar. Intenté que hubiera una amenaza en mi voz.
Al otro chaval no le vi venir.
El chico moreno me pegó un puñetazo en la mano y mi móvil salió despedido.
Se quedó mirándome, a un paso de mí.
No creo que vayas a llamar. ¿Tú qué crees, Dani?
El rubio se acercó al móvil y lo pisó. Apretó hasta que el aparato crujió y las partes se desparramaron por la acera.
Luego sonrió y dijo: Ya no creo que llame.
No, no va a llamar, contestó el moreno. Luego se acercó, a un palmo de mi cara.
¿Y ahora qué, viejo?
Su expresión tan amenazante. Sus ojos vidriosos.
Los labios finos del otro, su mueca de desprecio.
Necesitaba distraerles de alguna forma, aunque fuera solo un momento.
El móvil todavía funciona, les dije, y me quedé esperando su reacción.
Giraron la cabeza. Aunque hacía muchos años que no tenía una pelea, supe lo que había que hacer. Eran tres: uno vomitaba en la hierba. El rubio estaba mirando el móvil. El moreno frente a mí.
Le cogí de las solapas y le di un rodillazo en los testículos.
El chico se dobló.
¡Fascistas!, grité.
Le volví a pegar, una vez y otra, y otra, hasta que noté un golpe seco en la cabeza y me fui al suelo.
Oí un lamento de fondo.
Está sangrando, gritaba el único que estaba en pie.
¡Alberto! ¡Alberto! ¡Javi está en el suelo! ¡Joder, está sangrando!
Me incorporé como pude. Choqué contra el perro.
Me había olvidado de ti, camarada.
Le cogí con cuidado. Gemía y estaba caliente. También sangraba.
Volví a gritar: ¡no pasaréis!
Le pegué una patada en la cabeza al rubio, que se había agachado junto a su amigo.
Y se desplomó.
Es necesario, me dije. Por los compañeros.
Dejé al perro en el suelo y le di la vuelta al rubio. Vi sus ojos azules, otra vez.
Me quité la chaqueta y me la envolví en la mano.
Y empecé a pegarle.
Como un cuervo al amanecer, mis golpes subían y bajaban moliendo su carne, sintiendo crujir los huesos bajo los nudillos: salta la sangre y mancha la acera; pero no es la nuestra. El rostro se vuelve blanco y sin vida.
No es venganza, me digo todavía. Fue justicia.
Después, con el corazón cabalgando dentro de mi pecho, me fijé en el del pelo corto. Estaba blanco, agarrándose la entrepierna. El tercero dormía boca arriba en el césped. Me acerqué y me quedé mirándole. Dudé unos instantes. Finalmente, le coloqué de lado.
Aunque no te lo merezcas, le dije.
El sol entra anaranjado por la ventana del fondo del despacho. Hace que la madera tenga un color más cálido y que el ambiente resulte confortable. Tengo al perro sentado en el regazo, y se ha quedado dormido.
Claro, es mayor, pienso.
Mi abogado sostiene una copa de whisky en la mano y la mueve lentamente.
Después dice, por ti, y le da un trago. Aunque no deba celebrarlo.
A continuación, fija sus ojos en el perro. Se levanta y se sienta a mi lado. Pasa una mano por el lomo del animal y este se estremece.
Le han pegado mucho, le explico.
¿Te acuerdas cuando corríamos en la universidad?, me pregunta.
Sin esperar respuesta, añade: las cosas han cambiado. Ahora, prácticamente, ya no soy de los tuyos.
Se detiene un momento y bebe de nuevo.
Aun así, haré todo lo que pueda.
Gracias, digo. Y brindo con él.