Ramón Peteiro buscaba casa
Ramón Peteiro buscaba casa, no una casa cualquiera. El día de Nochebuena, después de comer unas tristes croquetas con patatas en Casa Piñeiro— por el azar y la falta de previsión—, fue a visitar la portentosa mansión. Había visto el anuncio grapado en un poste de la luz. Lo hacía no solo por Marilín, que era cada vez más exigente en lo tocante a lo material —sería por la edad— , sino porque Ramón, ya con ambiciones de status, buscaba cierto lustre y casa solar para el futuro, con o sin su amante. Esto último nunca se lo dijo a Marilín. Cuando ya anochecía le puso un mensaje bien articulado:
"Cariño, estuve viendo la casa de la que te hablé. Tiene un aspecto impresionante. Quería verla por dentro. En la fachada hay tres puertas, una da a la lareira. Este espacio, con piso de tierra, se encuentra en un estado lamentable de desorden, ya que el edificio fue abandonado en los años 80, cuando su propietaria y ocupante dejó de valerse, y ya arrastraba otros sesenta de olvidos y falta de atención. La artesa que vi, cría helechos; la chimenea del horno se derrumbó a plomo y expulsó cascotes en todas direcciones; por lo demás, el espacio tiene posibilidades una vez que se restaure el tejado, también hundido".
Peteiro se relamía con su rebuscado estilo catastrofista. Buscaba, sin duda, causar un efecto dramático y sugerente. Seguía:
"La segunda puerta, a mano derecha, da al piso alto, ahora inexistente, aunque quedan restos de una escalera carcomida y musgosa. La planta baja, si se puede llamar así al establo de las bestias, está completamente arrasada. En la parte alta dormían las personas. El techo, hundido a tramos, dejó pasar con el tiempo la lluvia, la nieve, las nieblas y, seguramente, más de un rayo: un verdadero cataclismo. Por la tercera puerta, ya casi al extremo de la fachada, se accede a las cochiqueras, que se encuentran bien tabicadas con ladrillo hueco y bloques de cemento. El tejado resistió. Ahí iría bien el cuarto de baño, iluminado con una hermosa claraboya, alicatado y con cenefas de Talavera de la Reina".
Peteiro remataba, por fin, con una pincelada de alardes subjetivos bastante logrados y un toque paisajístico. Además, hacía una pormenorizada exposición de detalles constructivos y un final de novela.
"Hoy lució el sol. Paseé por los alrededores y vi un lavadero, ya sin uso, con agua cristalina. A lo lejos, una vaca; más lejos, un caballo. En la aldea queda solo una casa habitada. Los dueños de las demás casas murieron hace poco. La ruina no está nada mal, me gusta. Hay que hacer una rehabilitación total. Los muros exteriores quedarían tal como están, eso sí. Quiero espacios diáfanos, luz a raudales, aislamiento térmico, placas solares de última generación, WIFI por satélite, todas las comodidades. Todo para ti, cariño".
Nota oportuna:
Ramón Peteiro, el auténtico, después de dejar preñada y de mala manera a la sirvienta de Coristanco, con quien mantenía relaciones dúplices y a salto de mata, había salido zumbando para Conxo a casarse con su prometida, la hija del vinculeiro —también preñada, de quién no se sabía—, acogotado por el futuro suegro y media docena de hermanos de envergadura boyal.
Cuando al año quedó viudo por un malparto de su señora, de naturaleza esmirriada y enfermiza, Peteiro tuvo la ocurrencia de dejarse caer por la capital y hacerse el encontradizo con la de Coristanco, ya madre de una preciosa criatura. Ahora le ofrecía matrimonio serio y sereno, explicando las circunstancias que habían concurrido: el ímpetu juvenil, la fogosidad propia de estos casos...
Fue entonces cuando, en plena vía pública, Eusenda, insuflada de orgullo, le estampó a Ramón Peteiro un revés de mano en la cara, que restalló en San Pedro de Mezonzo. Ramón le dijo que la seguía queriendo, le rogó comprensión. Ella, inmisericorde, le dijo que se fuera a la mierda. Otras fuentes afirman que lo mandó a buscar miñocas.
Miñocas: lombrices apreciadas para cebar los anzuelos.