Walter White
Si nos ceñimos a las series de ficción, destacaría, antes de conocer a Walter White, únicamente tres de ellas: “Yo Claudio”, “Los Soprano y “The Wire”. Más allá sólo hay mierda, vacío y pretenciosidad. Ni que decir tiene que son muy escasas las series españolas que considero sólo pasables (que no vomito al verlas) y que no se pudren con el paso del tiempo. La antigualla romana de la BBC sobre la infecta familia julio-claudia debería ser de obligatorio visionado en las escuelas primarias, aunque en su día era casi considerada porno porque salía alguna teta que otra y alguna orgía romana que otra. Casi lloro cuando me enteré de la muerte de James Gandolfini, no lo hice porque los hombres en mi mundo no deben plañir, pero casi, ese puto gordo y su familia eran geniales. Y algunas escenas de “The Wire”, de sus personajes pululando por el árido Baltimore como zombies de la existencia humana, constituyen uno de los espectáculos más grandes a los que puedes transportarte mediante una pantalla. Pero luego está Walter, Walter White. Walter White. Walter es otra cosa.
Me la recomendó un amigo al que en un principio no dí crédito, posiblemente porque él es un amante de todo lo que le suena a lisérgico. La impresión externa que me daba “Breaking bad” era de fuegos artificiales, de tópicos sobre yonkis, de policías y traficantes coñazo, y a mí no me va lo superficial aunque sea espectacular y entretenido. Pero nada más lejos de lo imaginado. Debajo de esa capa, que Vince Gilligan dibujó tan maravillosamente como un cómic gigantesco (el conjunto podría dar lugar a unas cuantas tramas más, casi sin final), estaba Walter White, pero también la mirada de la muerte. La muerte, el factor fundamental que dibuja y condiciona la vida de cada uno, de todos. Por mucho que huyáis de ella está ahí y es un agujero negro, no es el país de la piruleta, es el vacío, idiota.
Resulta evidente que el personaje de Walter fue construído sobre la marcha, sobre la carne, los huesos y las cenizas interiores de Bryan Cranston. La transmutación del actor resulta prodigiosa, creo que nunca podrá separarse de él, que ya son uno sólo. Además Cranston ha conseguido hablar con la mirada, y no precisamente de temas poco trascendentes, lo que le da doble valor. La serie deja abierta a la opinión del espectador una mirada profunda hacia el interior del verdadero ser humano. El que sólo vea diversión y droga es que es idiota, yo estaba equivocado, aunque hay tantos estúpidos y pazguatos por el mundo.... La trama está magnificamente resuelta hasta crear personajes secundarios únicos, pero no se queda ni mucho menos sólo ahí. Y desde luego no puedo dejar de citar a Mike Ehrmantraut, ese ninja único, ese samurai al que por suerte podemos seguir disfrutando en la precuela “Better call Saul”, que en este momento estoy visionando y que me está aportando aún más noticias sobre el talento de Vince Gilligan y compañía, enormes....
Walter va descendiendo hacia las profundidades de su ser hasta liberarse casi por completo de las obligaciones morales, acercándose al yo más individual, al meollo, al humano puro que no crée en nada ni en nadie. Deja paulatinamente de escuchar a la conciencia socialmente cincelada en su mente, en nuestras mentes, para pegar un puñetazo en la mesa gritando “hasta que suceda, aquí mando yo”. Destierra al espejismo. En realidad no es que se vuelva malo, lo que hace es despojarse del bien y del mal, de la eterna lucha por ser bueno, por representarse ante sí mismo como buena persona, por salvar al prójimo. ¿Existe el prójimo aunque sea dentro de tu grupo o familia, o es sólo un invento más para sobrevivir?
Nacemos y se nos domina, es un proceso de doma y atocinamiento, se nos inculca que formamos parte por un lado de una especie, por otro de un país o un grupo social y, finalmente, de una familia. Pero esta estructura no tiene nada detrás, no es más que algo reductible al absurdo, un sistema basado en sí mismo, no hay instinto, la sangre no manda, las órdenes las dicta el propio yo, casi siempre disfrazado porque no puede autocontemplarse, se esconde para no asustarse ante sí mismo y ante la nada. El horror manda, necesitamos una barrera protectora ante la visión nuestro retrato de Dorian Gray colgado en la pared. Walter escapa en primer lugar de lo colectivo entregándose a la excusa de lo familiar, pero finalmente deja de someterse ni siquiera a ello, se desliza hasta el fondo de la sima. En el momento final se transforma en pura individualidad, en puro deseo y es consciente ante el propio espejo de la nada que lo posée, de la falta de sentido más que el que por sí mismo pueda darse. Todos los muros pueden derribarse si no se tiene nada que perder, y el último paso es la liberación de la muerte gracias a su propia presencia, absoluta e inevitable, a asumirla sin reparos gracias a la eliminación de las excusas deterministas y finalistas. Aún así, Gilligan deja el grifo abierto, la luz encendida al final. A pesar de que Walter se entrega y consigue observarse desde fuera, la serie deja una puerta abierta, un resquicio, el engaño existencial siempre subyace, en todos nosotros. Existe cierta luminosidad en la verdad como para entregarse a beber la cicuta socrática, el veneno del autoengaño. Asumir el final es el mayor de los triunfos y la mayor condescendencia hacia el resto, pero desde la casi consciencia.