Por qué Flores

Escrito por Mercado Navas el .

A pesar de que la niebla se podría cortar con un cuchillo, sé que van a dar pronto las cinco de la tarde porque me topo con una retahila de vacas que trotan hacia su ordeñadero con toda la prisa que el dolor del vaivén de sus hinchadas ubres les permite. Y, así, imagino que lleva ocurriendo desde que hay vacas en las Azores.

Estoy en Flores, la última frontera portuguesa a este lado del Atlántico. Geográficamente hablando, me encuentro en un afloramiento terrestre de origen volcánico a cuatro vuelos de ida desde Madrid y a unos 2.724 km. de Halifax (Canadá). Pleno verano. En medio del denso nevoeiro y de la cencerrada, me pregunto qué pinto yo aquí.

Y me acuerdo de que, un día todavía no tan lejano, cayó entre mis manos un librito de Antonio Tabucchi titulado Donna di Porto Pim. Me lo bebí casi literalmente y, aun tratándose de una notable historia de amor interrumpida en el corazón del Atlántico, quedé sobre todo prendado de su ambientación.

Tabucchi nos traslada a una isla de brumas, roca y verdes prados que se asoman a la mar salvaje desde altos farallones de negra lava. La protagonista, una especie de sirena varada, vive en una aldea de grutas excavadas en los acantilados cuyas fachadas son las proas de colores de las embarcaciones que naufragaron en los bajíos.

En un lugar del volumen (ya no me acuerdo si en el prólogo o en el propio texto), se apunta que la historia acontece en las Azores, escala marítima y aérea obligada para todos aquéllos que quisieran viajar desde Europa a América del Norte hasta mediados del siglo XX.

Y aquí estoy, esperando a que pase o se disuelva este banco de niebla, lo que ya me parece poco probable, si es que son, como parece, las cinco de la tarde. Así que tomaré camino abajo, hasta dar con otro que corra paralelo a la línea de costa y que me permita alcanzar la casita que he alquilado en Lajes.

Mientras que llego a mi destino, intentaré justificarme por qué volveré a sobrepasar con creces el tiempo estimado por la guía en realizar un recorrido y por qué, a pesar de los sistemáticos afanes que ello ocasiona, me gusta cada vez más este hermoso y remoto lugar.

Flores, la segunda isla más salvaje del archipiélago tras Corvo, no es un destino turístico. Se trata de un territorio volcánico escarpado y sembrado de lagunas al que llegan viajeros pedestres en verano (con vocación de explorar a pie el lugar, quiero decir) y navegantes solitarios durante buena parte del año. Para éstos, la isla constituye un bendito abrigo durante los meses de tempestad en el Atlántico norte o la última exótica escala antes de consumar una larga travesía hasta las costas de Terranova. Para aquéllos, para mí, reúne toda una serie de deseables incomodidades que desmotivan a los turistas en busca de circuitos todo incluído o de instalaciones bunquerizadas donde poder entregarse al dolce far niente.

Salvo que uno decida no moverse de Santa Cruz, no más de tres mil habitantes y principal población de la isla, es absolutamente imposible no planear cómo va a transcurrir una jornada. Hay que pensar cómo llegar a un destino (hasta dónde conduciremos nuestra carrinha o todoterreno con caja abierta, desde dónde caminaremos), no fiándose de lo que digan las guías, desconfiando del tiempo que tengamos por la mañana (podrá variar innumerables veces), proyectando dónde y qué comer, a qué hora nos gustaría estar de vuelta.

Una vez con la actitud de partida recomendable, es decir, estando dispuestos a que, en cualquier momento, un accidente geográfico, un meteoro o un azoriano cambien nuestros planes, lo más aconsejable es saborear cada instante. Será irrepetible y se grabará a fuego en la memoria.

Recuerdo, por ejemplo, la vez en que tomé la carretera que serpentea desde Santa Cruz (a sotavento) hasta Fajão Grande (a barlovento) y que, pasando por el abrupto centro de la isla, un minhafre –rapaz endémica- resumiría volando 14km. Por esta vía, me izé a unos pocos centenares de metros y, desde el exíguo margen de una contracurva, contemplé la increíble maniobra de aterrizaje de un cuatrimotor de la TAP: sólo la fachada de la iglesia parece en condiciones de frenar al aparato en su arrolladora marcha contra el núcleo habitado (y, de hecho, lo ha conseguido hasta la fecha).

Recuerdo que, bebiendo de mi sombrero de cuero en un torrente bajo la laurisilva, me sorprendió la llegada de una pareja de randonneurs (franceses, claro). Se encontraban en la típica fase en que cada uno tiene por único horizonte el final de una etapa y avanza como un autómata hacia el objetivo, sorteando inconscientemente cuantos obstáculos se interponen en el camino. Ella iba por delante y, a pocos metros, él por detrás. En ese momento, sólo pude saber que eran franceses porque llevaban en un bolsillo de redecilla exterior de la mochila el inevitable guide vert del archipiélago. Pues bien, al cabo de unas horas, en la plazuela de una improbable aldea del meollo de la isla, mientras que disfrutaba de una cerveza intercambiando las clásicas conveniencias con un lugareño (tercera persona encontrada al cabo del día) , hete aquí que aparece el francés, ausente y desencajado. Se planta ante nosotros dos y nos espeta:

- J’ai perdu ma femme !

El portugués y yo nos miramos, extrañados.

- Perdeu a mulher!, le digo.

Para cuando nos estábamos empezando a reír porque nos divertía el trauma que a alguien producía lo que nosotros estábamos disfrutando en ese mismo instante, el francés ya había desaparecido. En Flores nadie acaba perdiéndose. No hay terreno para tanto. Y si no, que se lo pregunten a los dos guardias republicanos destinados.

Recuerdo que, descendiendo por una cresta, me adelantó (por la derecha) un alemán con el que ya me había cruzado en algún otro sendero, otro día. Lo saludé, derrapó, se volvió e intercambiamos unas palabras. Estaba recorriendo cada vía pedestre de la isla para cerciorarse de que fueran lo suficientemente duras en la opinión de las piernas de los posibles marchadores tudescos. Por lo que me filtró, iba a ser que sí. Al poco tiempo, pues no había que perderlo, prosiguió su acelerado caminar con un bastón en cada mano. Lo ví alejarse a toda pastilla, resbalar en un tramo de jable, rodar en un ovillo de carne, huesos, mochila y bastones, rehacerse sobre la marcha y seguir volcán abajo.

Recuerdo los fajões, estrechas franjas costeras aprisionadas ahí abajo, entre el océano y los acantilados. Antiguamente, el único espacio donde echar el ancla (lo que no garantizaba poder proseguir tierra adentro). Están constituídos por las rocas lávicas que las olas le van arrancando al farallón. En algunos y escuetos tramos, el hombre ha sido capaz de enmendar su prístina esencia acumulando encima sedimentos sobre los que dedicarse a una pírrica agricultura (patatas, maíz). Pero tan sólo unos metros más allá, olas gigantescas cargadas de las piedras de su resaca rompen en un descomunal estruendo amplificado por un circo de prietas paredes. Aquí no hay playa y la gente se baña en piscinas naturais (lo queda del mar en el malpaís cuando baja la marea).

Recuerdo las hortensias. Azules, rosas, monumentales. Cabalgan y cubren la totalidad de los muros de piedra seca que delimitan los pastos. Vistas desde la lejanía, pareciera que las praderas no son sino una ondulante manta de retazos de intenso verde cosidos con grueso hilo de color rosa o azul. Disciplinada, la vaca respeta a la hortensia. Disciplinada, la hortensia se aferra a su sostén de piedra y renuncia a veleidades de conquista prado adentro. Por lo demás, el floreño es un primoroso jardinero - salvo cuando tiene que contener el ímpetu de la cana-roca (Hedychium gardneriarum).

Recuerdo a las gentes: ‘canadienses’ retornados, azorianos por emigrar (a Canadá, a Estados Unidos, a Brasil, a donde sea), antiguos terratenientes africanos huídos, exadoradores del vil metal europeos mudados en eremitas, pescadores hijos y nietos de balleneros, artesanos marginales del hueso de cachalote, funcionarios acumulando méritos y la referencia a todos los residentes que aprovechan las vacaciones para vaciar, más si cabe, la isla.

Y recuerdo a Dimitri y Paula. Dos niños (trilingües). Él ucraniano. Ella rumana. Con el buen tiempo, bajan al puerto de Lajes (un breve espigón construído con fondos de la Unión Europea frente a unos acantilados poblados de dragos) y montan un chiringuito donde dan de comer (sin estridencias) a los navegantes y viajeros que se pierdan por ahí. El techo del local está completamente tapizado de los banderines de popa de las embarcaciones que recalan unos pasos más abajo. Un día, le pedí a Dimitri una cerveza y veo que coge el coche. Le pregunto, “¿a dónde vas?”. Me responde que va a Santa Cruz a por ella. Que se le han acabado. El vehículo es una versión estadounidense de un modelo japonés, producto absolutamente exótico y extemporáneo en la isla. Subo con él. Me cuenta su historia: se hizo amigo de un ricachón yanqui en Lisboa. Buscaban Paula y él trabajo. El americano, que estaba a punto de zarpar en su yate hacia Nueva York, les dio empleo. Se hicieron amigos. Al llegar a Flores, les gustó tanto que decidieron no proseguir viaje. El potentado les regaló su coche para que fueran tirando y soltó amarras.

-         Pues yo pensé que Paula y tú os habías conocido en la isla…

-         ¡Qué va! Ella y yo fuimos compañeros en el Merkamueble de Leganés.

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