La posada de las sirenas (II)

Escrito por Miss Morgado el .

Hacía tiempo que William Copper no se alegraba tanto de bajar de su barco. Como tantos pescadores, el patrón del Lazarus sentía un desdén innato por la vida en tierra firme y por todos aquellos que se empeñaban en labrarse un porvenir en ella. Había algo poco digno, poco viril en aquello. A sus cincuenta y tres años, la única esperanza que le quedaba era morir como había vivido: de pie sobre la cubierta de un barco, increpando a todo pulmón a aquel mar al que amaba tanto como temía. Solo una ola se lo llevaría de este mundo, aunque tampoco tenía prisa por irse.

sirenas25Unos pasos por detrás de Copper, el oficial Thomas Baston suspiró, visiblemente aliviado. Al igual que su patrón, conocía bien el mar y sus caprichos, pero no recordaba una tempestad así en muchos años. Echó la vista atrás y vio lo que quedaba de la tripulación: Nathaniel Browne, que parecía aún más viejo que de costumbre, el ratero Albert Phillips, John y David Spear, padre e hijo, y el irlandés Sam O’Donnell, con los ojos desencajados desde que su hermano Teddy cayera por la borda la noche anterior. Sin necesidad de hablar ni de hacerse el menor gesto, los siete hombres se encaminaron como uno solo hacia la Posada de las Sirenas.

Desde el quicio de la puerta, Aurora los observaba con atención. Eran muchos menos de los que esperaba, pero tendrían que apañarse. Con su aire perdido y sus pasos renqueantes, parecían más una comitiva de almas en pena que la tripulación de un barco pesquero. Tan asustados no les servían, pero entre las chicas y ella conseguirían que se sintieran cómodos y entonces…

- Oiga, ¿dónde estamos? – preguntó bruscamente Copper.
- Ah… En Saint Albus, a unas millas de Tintagel. En los días claros, hasta se ven las ruinas del castillo desde aquí. Pero pasen, pasen. Veo que necesitan descanso y buena comida. Justo lo que tenemos.

sirenas22Agnes y Beatrice habían hecho un buen trabajo. El salón tenía un aspecto de lo más acogedor, con la chimenea al fondo caldeando la estancia y varios candiles colgados de las paredes y sobre las mesas. En el ambiente flotaba un delicioso aroma a guiso casero. Los siete hombres ocuparon una larga mesa cerca del hogar.

Sin apenas intercambiar palabras con los marineros, las tres mujeres se llevaron sus ropas mojadas, les sirvieron generosas raciones de estofado de ternera y procuraron que no les faltara el vino. A medida que fueron entrando en calor, la conversación empezó a animarse. Los hombres celebraron la belleza y la hospitalidad de las taberneras, primero con codazos a sus compañeros y, a medida que avanzaba la noche, con gritos y puñetazos en la mesa. Una vez terminada la cena, O’Donnell se arrancó con una canción tradicional de su país, acompañado al violín por una sonriente Agnes.

Desde la barra, Aurora observaba la escena complacida. De un extremo al otro de la mesa, todos parecían haberse abandonado al calor del vino y de las risas. Entonces, reparó en Copper. Mientras todos cantaban y celebraban que seguían vivos, el patrón miraba su plato ensimismado. Después de todos aquellos años acechando a sus víctimas, sirenas24Aurora había aprendido que había hombres que vivían su vida hacia adentro. Eran más difíciles de engatusar que aquellos bobalicones que entregaban su confianza a cambio de unos vasos de vino, pero no eran presas imposibles. Solo requerían algo más de trabajo. Cogió un par de vasos y una botella y se acercó a la mesa.

- Voy a tomarme una copa de brandy, ¿le apetece acompañarme?

Sin pensárselo mucho, Copper se levantó y siguió a su oronda anfitriona hasta una pequeña mesa al otro lado del salón. Cuando al fin se encontraron frente a frente, no pudo evitar sentir un escalofrío al mirar directamente a aquellos ojos verdes como algas. Fríos. Muertos.

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