Cándido (I)

Escrito por Miss Morgado el .



Cándido colocó la lasaña en su plato. Aquella plasta palpitante poco tenía que ver con la foto del envase, pero Cándido no era precisamente un gourmet. Sorteando las copas y los cubiertos con pericia felina, el curioso Félix se acercó a olisquear la cena de su dueño.

- Siempre igual. Yo no sé para qué sigues poniendo la mesa todos los santos días, si ya sabes que nosotros no comemos. Y aunque comiéramos, no probaríamos esa porquería ni por todo el oro del mundo. – los crueles ojos de doña Angustias lo fulminaron como solían hacerlo en vida.

candido2- Yo, desde luego, me moriría de hambre en esta casa. Bueno, y de asco. –Don Honorato, que era como Cándido llamaba a aquel señor con pinta de notario decimonónico, pasó el índice por encima de la mesa con repugnancia-.

- Pues no sé… mmm-me-me parece natural poner la mesa ccco-como si fuera una cena familiar. Además, hoy me ha pasado una cosa y… -Cándido soltó un suspiro casi inaudible y, por un brevísimo instante, se le dibujó una sonrisilla tontorrona-.

- ¿Te nos has enamorado ahora, Ccca-cca-cándido? -se tronchó de risa el cuarto ocupante de la mesa, un niño orondo con gesto maligno-.

- Eee-es uuu-una chica nueva que se llama Isabel. Tiene 38 años y está separada. Es rubia y tiene una sonrisa bonita. La he visto hoy en la máquina de café y me ha saludado.

- Déjate de golfas. Con quien tenías que haberte quedado era con Mari Salu, la chica de la parroquia. Pero claro, como al señorito no le gustaba, la pobre acabó metiéndose a monja. ¡Menudo disgusto!

- Pppe-pe-pero madre, si estaba medio loca. Si decía que veía a los áaa-áan-ángeles y que quería ser santa.

- ¿Y con ese trabajo de tres al cuarto crees que la vas a impresionar? Si eres el último mono de la oficina y ganas cuatro perras. Si hubieras aprobado esa oposición, ahora tendrías un trabajo como Dios manda. –le espetó, como de costumbre, Don Honorato-.

- ¿Y qué es, ciega? Porque si no a ver cómo se va a fijar en ti, tartaja cuatro-ojos –el niño volvió a estallar en carcajadas-.

En medio del habitual guirigay de risas y gritos, Cándido se levantó de la mesa. Sabía que no tenía que habérselo contado a sus fantasmas, pero no tenía a nadie más con quien hablar. Por otra parte, llevaban tantos años juntos que ya le parecía hasta natural.

candido4Como es lógico, la primera incorporación al grupo fue Doña Angustias. Durante muchos años, Cándido tuvo dos madres: una de carne y hueso que le repetía hasta la saciedad lo inútil que era y que empleaba las artimañas más rastreras para retenerle a su lado y otra fantasma que tomaba el relevo de la primera cada vez que esta se ausentaba. Al menos ahora solo le quedaba una.

El siguiente en llegar fue el niño. Había empezado como una criatura delgada de cara tiznada, con un cierto aire a Raulín, el bruto que solía martirizarle en el colegio. A cada insulto y a cada mofa de aquel abusón y de los que vendrían después, el niño fantasma había ido ensanchando y afeándose. Los ojos se le habían ido juntando en medio de aquella cara porcina siempre dispuesta para la burla.

El día que Cándido por fin se decidió a dar carpetazo a sus cinco años de opositor fracasado, recibió la visita de Don Honorato. Durante media hora, aquel señor tan pulcro y estirado fue desgranando uno a uno todos los fallos que Cándido había cometido en las oposiciones a las que se había presentado, jalonando sus explicaciones con insultos pasados de moda.

Desde entonces, aquellas tres presencias habían permanecido a su lado. En la oscuridad de su dormitorio o en la soledad de un pasillo siempre oía sus susurros, recordándole lo feo que era, lo mal hijo que había sido, lo poco que había conseguido en la vida. No había manera de callarlos. En cierta ocasión, Cándido decidió ir al psicólogo. Al principio todo parecía ir bien pero, en cuanto empezó a hablar de sus fantasmas, a Cándido le dio la impresión de que el profesional escribía más de la cuenta en su libreta y le miraba con suspicacia. Al final de aquella sesión le dijo que no podía hacer nada por él, salvo darle la tarjeta de un colega psiquiatra. Para evitar males mayores, Cándido decidió resignarse y aprender a convivir con sus voces. Su actitud pasota le había permitido sobrevivir decentemente durante los últimos años pero, ahora que Isabel había entrado en su vida, todo tenía que cambiar.

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