La dama contestataria

Escrito por García Cardiel el .

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A las primeras luces del alba, entre la escarcha de los caminos y el ulular lúgubre del viento, un nutrido grupo fue congregándose en el cementerio. Mediaba ya el siglo IV a.C., y en el Cerro del Santuario, sito en pleno corazón de las altiplanicies granadinas, la estación invernal se alargaba más de lo previsto, royendo tenazmente, con una desalmada crudeza, los artríticos huesos de los habitantes de la zona. Los de los vivos y los de los muertos. Unos y otros se habían congregado aquella mañana para asistir al sepelio. La pira no tardó en prender y, entre el chisporroteo y el humo nauseabundo (el invierno había acabado con todas las hierbas aromáticas de los contornos, y no se pudo enmascarar la fetidez del cadáver ni siquiera con un mal puñado de lavanda), la comunidad se despidió de uno de sus miembros más preciados.

dama2Aquella tumba no volvió a abrirse hasta el 23 de julio de 1971. El día anterior, John Lennon acababa de invitar al mundo a que imaginara una era de paz; apenas una semana antes las Torres Gemelas terminaban su escalada hacia el firmamento neoyorquino, que tan solo unos días después recorrería la Apolo XV, rumbo, una vez más, a la Luna. En Chile, Allende nacionalizaba la industria del cobre, y en España el Caudillo rubricaba la ley que sancionaba definitivamente el nombramiento del Príncipe de Asturias y regulaba su escudo de armas.

Aquella tumba se reabrió, decíamos, el 23 de julio de 1971. En su interior apareció un buen número de vasos cerámicos, cuatro ánforas, un gigantesco lote de armas, y una escultura. La dama de mejillas rechonchas y gesto adusto que pronto todo el mundo conocería como la Dama de Baza. Una dama, créanme, contestataria.

La Dama de Baza fue, en efecto, una dama contestataria en muchos sentidos. Para los arqueólogos lo fue, sin duda. Se trató de la primera escultura ibérica que emergió de la tierra recubierta de color: frente al gris y al ocre que hasta ese momento habían caracterizado la estatuaria ibérica, muy del refinado gusto clasicista, los rojos, azules, verdes y encarnados que recubrían la Dama de Baza preconizaban una nueva época. Una época en la que las esculturas ya no eran simples piezas artísticas que exponer en un museo, sino ventanas a unadama4 sociedad, a unas gentes del pasado, a sus problemas y conflictos. Pero quizás esto sea lo menos importante si ustedes no son historiadores, no me hagan caso.

Fue una dama contestataria, también, por las peculiaridades de su hallazgo. Cuentan las crónicas que, apenas unas horas después del descubrimiento, las gentes del lugar acudieron en romería para rendir culto a la Virgen recién aparecida. Se había extendido el rumor de que aquellos arqueólogos de Madrid tenían un primo enfermo y se querían llevar la talla a la capital para curarle. Era, recordemos, la España de 1971. Pero la España de 1971 estaba a punto de cambiar, y la propia Dama se encargaría de demostrarlo. Y es que esta tuvo la deferencia de aparecer justo al otro lado de la linde invisible (trazada sobre un viejo catastro, pero no sobre el terreno) que separaba las tierras del latifundista local, en las que los arqueólogos tenían permiso para excavar, y las de otro vecino del pueblo, en las que los investigadores se habían entrometido sin encomendarse a Dios ni al Diablo. Pero el propietario, asesorado por el médico de Baza y por algunos otros amigos, interpuso un pleito contra el Estado. Un pleito, pásmense, contra la dictadura, contra el latifundista local y contra aquellos universitarios llegados de Madrid que habían agujereado sus tierras. Un pleito que, tras 17 años de sentencias y recursos y en virtud de las leyes aprobadas en tiempos de la República y que nadie se había molestado en derogar, terminó concediendo la debida indemnización al lugareño desposeído.

dama3Mas las reivindicaciones de la Dama no acabaron allí. En un pequeño recoveco horadado en el interior de la estatua, aparecieron unos restos óseos, las cenizas del personaje enterrado a mediados del siglo IV a.C. en el viejo cementerio del Cerro del Santuario. La escultura de la Dama de Baza era, pues, un relicario, una especie de urna cineraria a gran escala, lo que a su vez permitió entender qué función había tenido en su momento la misteriosa Dama de Elche, y para qué servía el recoveco que, ella también, escondía en su espalda. Pero esa es otra historia. El caso es que se estudiaron esos huesos sepultados junto a la Dama de Baza, y el análisis arrojó un resultado inusitado: el personaje enterrado en aquella suntuosa sepultura, una de las más ricas jamás encontradas por la arqueología ibérica, era una mujer.

Para los arqueólogos de la época, por no hablar de la opinión pública, pareció inconcebible que una mujer hubiera alcanzado tanto poder en la sociedad ibérica de mediados del siglo IV a.C. Nadie entendía por qué sus deudos se habrían molestado en brindarle semejante enterramiento, semejante escultura, semejante sepelio. A sus pies, recordemos, se había amontonado un sinnúmero de armas, tan poca apropiadas, se dijo, para el bello sexo. Nada de ruecas y husos, nada de joyas, nada de delicados abalorios: nada más y nada menos que ánforas de vino y armas. Los signos de los que una respetada aristócrata, pieza clave sin duda en el juego de alianzas que había encumbrado en el poder a su linaje, había decidido hacerse acompañar cuando le llegara la hora. La Dama de Baza irrumpía con fuerza en la España de los años ochenta.

La semana pasada, lo confieso, tuve el infortunio de leer en alguna parte que determinado círculo empresarial apostaba por orientar las universidades españolas hacia las disciplinas útiles, entiéndase las ciencias y las ingenierías, para dinamizar el progreso del país.

Por momentos, solo por momentos, pensé en la conveniencia de darle al infeliz portavoz con la Dama de Baza en la cabeza.

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