Un ligero gesto, apenas nada

Escrito por García Cardiel el .

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El pueblo, sostiene Salustio en su recuento de la guerra de Yugurta, era voluble, traicionero y dado a las rencillas; gustaba de lo novedoso y desdeñaba la paz y la tranquilidad.

La noche extendía su manto sobre aquel cúmulo de casas arracimadas en mitad del desierto. Pese a las miserias de la guerra, una guerra sangrienta y atroz que por el momento se combatía a centenares de kilómetros de allí, aquella era una noche festiva en la ciudad de Vaga, la capital de Numidia. Los dioses tenían que recibir las honras que merecían, y más en aquellas circunstancias tan terribles, por lo que durante toda la jornada se había escuchado música por las calles, se habían sucedido los desfiles y los discursos, y el vino había corrido a raudales. Al atardecer, todos los notables de la ciudad celebrarían opíparos banquetes, vaciarían sus ya desprovistas despensas, y abrirían las puertas de sus mansiones a sus amigos y seguidores. yugurta22Es más, incluso los legionarios romanos que componían la fuerza de ocupación de la ciudad habían sido invitados al evento. Todos ellos se repartieron despreocupadamente entre las casas de sus alegres anfitriones. Aquella iba a ser una noche para el recuerdo.

Y lo fue, sin duda. Lo fue incluso en la casucha de Dábar el tuerto, un tugurio infecto y estrecho situado junto a las murallas. Aquel día Dábar no había regresado de los campos. Posiblemente estaría beodo, tirado en alguna esquina después de haberse bebido el salario de toda la semana. Su esposa no paraba mientes en ello. Desgraciadamente, estaba acostumbrada. Y es que nadie en la casa de Dábar esperaba poder celebrar nada aquella velada festiva. Para empezar, no tenían con qué.

De improviso, un grito angustiado rasgó el tranquilo runrún de la vecindad. Se hizo el silencio. Todo el mundo contuvo el aliento, aterrado. Segundos después, otros chillidos comenzaron a sucederse aquí y allá. La gente subió a las azoteas para tratar de comprender el motivo. También lo hicieron la esposa de Dábar y sus dos hijos. La negrura de la noche era impenetrable, nadie sabía qué era lo que sucedía, hasta que, sin saber muy bien cómo, de casa en casa se difundió un ominoso rumor. Estaban matando a los romanos.

yugurta3Los hijos de Dábar, como muchos otros jóvenes de la vecindad, no se lo pensaron dos veces: hicieron acopio de piedras y tejas y se apostaron sobre la cornisa de la casa, con la funesta intención de descalabrar al primer romano que pasara por allá. Riendo, felices, como si aquello fuera un juego. Al fin y al cabo, todavía no habían cumplido diez años. Pero la esposa de Dábar estaba aterrada. Tras intentar sin éxito que sus muchachos entraran en casa, descendió ella, sin saber qué hacer, ansiando tan solo sumergirse en lo más profundo del lecho.
Pero entonces sucedió. La puerta de la casa se abrió despacio, chirriando, y por el hueco se coló una sombra menuda, gateando indecisa entre jadeos. Era una anciana, apenas cubierta con un manto desgarrado y mugriento sobre los hombros. Tras unos instantes alzó el rostro y clavó sus ojos aterrados sobre los de la dueña de la casa. Esta la reconoció de inmediato. Era la madre de Mucio, el prestamista del barrio. Dábar había tenido negocios con aquella familia en el pasado, antes de la guerra.

Ninguna de las mujeres dijo nada. Tan solo se escrutaron la una a la otra, graves. Entonces la vieja, reuniendo quizá sus últimas fuerzas, comenzó a gatear de nuevo y, casi arrastrándose, desapareció en la otra estancia de la casa. Apenas un segundo después, tres rufianes armados con palos irrumpieron en la vivienda. A ellos no les conocía la esposa de Dávar. Pero tampoco con ellos necesitó intercambiar palabra alguna. yugurta4Tan solo hizo un ligero gesto, apenas nada. Aquello bastó para que los perseguidores se abalanzaran hacia la otra habitación en pos de la anciana, la agarraran de los pelos y se la llevaran con ellos, entre patadas.

Aquella noche, en la ciudad de Vaga, todos los romanos que la poblaban, soldados o no, hombres, mujeres y niños, fueron asesinados. También murieron sus partidarios, sirvientes y esclavos. Unos días después, el rey Yugurta hacía su entrada triunfal en la que hasta unos meses atrás había sido su capital, y que ahora recuperaba gracias al exterminio de la guarnición romana. Sin que nadie, ni entonces ni ahora, terminara de entender de qué manera se había conseguido orquestar en secreto semejante genocidio. Ni por qué la matanza se había llevado a cabo con tanta saña en viviendas, calles y plazas.

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