Una historia trágica

Escrito por García Cardiel el .

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Canta, oh, Musa, la cólera del Pélida Aquiles, cólera funesta, que causó a los aqueos incontables dolores, que precipitó al Hades las vidas de tantos héroes valientes, y los hizo presa de los perros y de las aves del cielo.

Con permiso del Bardo, hoy voy a contarles una historia trágica. Una historia ensalzada por los poetas y representada hasta la saciedad por los mejores artistas de la Hélade. La historia del glorioso Aquiles, nieto de Éaco, hijo de Peleo, rey de los mirmidones, y de la ninfa Tetis, la bella. La historia de un mortal, el de los Pies Ligeros, de cualidades casi sobrehumanas, cuyos músculos asombraban a sus camaradas, cuya infalibilidad con la lanza aterraba a los propios dioses, cuya crueldad aquiles5hacia los vencidos dejó una huella imborrable en los anaqueles de Grecia. Algunos eruditos dirían tiempo después que Aquiles era casi inmortal, invulnerable salvo por su célebre talón, pero mentían, y sus falsedades restaron mérito a nuestro héroe, a su resistencia al dolor y las penalidades. Claro que podía morir. De hecho, en la infancia se le había profetizado que, en un momento dado, podría elegir entre una vida larga y anodina o una existencia corta y trágica. Y ese momento, el de la gran elección, llegó cuando Paris, el seductor Paris, se llevó consigo a Helena de regreso a Troya (“si ellas no quisieran, no serían raptadas”, apostillaría Heródoto, gran conocedor de las mujeres, por lo que se ve), y Menelao, el marido engañado, furioso, llamó a todos sus aliados a la guerra.

Pues bien, ante la disyuntiva planteada, Aquiles no se lo pensó dos veces. En cuanto recibió el llamamiento de Menelao, hizo el petate y se puso en camino. No tardó en alcanzar la corte de Nicomedes, rey de Esciro, donde cambió su armadura por un vestido, se depiló las piernas, se empolvó la cara y se plantó una peluca roja. No valió de nada. Cuando los capitanes aqueos llegaron a la corte de Nicomedes, el sagaz Odiseo descubrió al hijo de Peleo bajo su disfraz de mujer, y Aquiles hubo de recuperar sus armas y sumarse a la campaña contra Troya. Como en cualquier tragedia, también en esta el destino, implacable, iba cerrando su trampa sobre nuestro héroe.

Pese a todo, el Pélida fue, a nadie se le escapa, el verdadero protagonista de la guerra que, durante diez largos años, se libró ante las murallas de Troya. Segó personalmente las vidas de muchos troyanos, pero también, cuando se retiró ofendido a sus cuarteles ante un desplante de Agamenón, dejando indefensos y superados en número a sus propios compañeros, fue el responsable último de incontables bajas en el ejército aqueo. aquiles2No cabe duda de que la contienda no se hubiera alargado tanto de no ser por su, como decía Homero, funesta cólera. Pero también es verdad que de una sola lanzada desencadenó su desenlace. La lanzada que le propinó, por la espalda, al príncipe Héctor tras perseguirle durante kilómetros, en torno a Troya. Lanzada épica como pocas, capaz de derribar de un golpe a tan sin par enemigo. Como épica fue también la furia de Aquiles, que dedicó un día entero a ultrajar el cadáver del príncipe vencido; pero no menos que la generosidad que demostró después al devolvérselo al rey Príamo, su padre, cuando este dejó atrás manto y corona y se presentó solo en la tienda de Aquiles para hincarse de hinojos ante él.

Mas el punto culminante de la tragedia estaba al caer. No me refiero a la muerte de nuestro héroe, alcanzado, como todo el mundo sabe, en un talón por una flecha errática disparada desde lejos por Paris, el seductor y cobarde Paris, que tan enamorado de Helena estaba que prefería disparar desde las murallas y no exponer inútilmente su preciada vida por una guerra sin sentido. Eso no fue una muerte trágica, sino grotesca.

La tragedia de Aquiles alcanzó su clímax durante el combate del héroe con Pentesilea. La reina Pentesilea, soberana de las amazonas, llegó a Troya junto con sus compañeras poco después de la caída de Héctor. Acudía al llamamiento de Príamo, su señor supremo, pero lo hacía desde su lejano reino, y por eso llegó cuando la resistencia de los troyanos se antojaba ya insostenible. Pero acudió, al fin y al cabo. Y ella y sus compañeras se lanzaron al combate como un cortejo de enloquecidas valkirias, dando la impresión, siquiera por un momento, de que las tornas podían cambiar y los aqueos podían ser expulsados de aquella maltrecha tierra que no era la suya.

Pero fue solo un momento. En medio de la vorágine del combate acaeció el nefando instante que los poetas cantarían durante siglos. Aquiles quedó enfrentado a Pentesilea. Ambos se observaron, calibrando sus fuerzas. aquiles4Ella abatió su hacha sobre el escudo de nuestro héroe. El escudo estalló en pedazos, pero el hacha se deslizó de las manos de la amazona. El Pélida aprovechó la oportunidad y la derribó del caballo. Fue una mala caída, y la joven quedó maltrecha, en el suelo. Aquiles desmontó y, sin pensárselo dos veces, asestó la más feroz de sus lanzadas contra la cabeza de la guerrera. El casco salió despedido junto con buena parte del cráneo y no pocos sesos.

En ese instante, en ese preciso instante, los ojos de Aquiles se fijaron por primera vez en los de Pentesilea, ya vidriosos. Y nuestro héroe se vio embargado por el más limpio y puro de los amores. Y algo se le desgarró por dentro, pues comprendió que ella ya había muerto. Como medio ejército aqueo, como toda Troya, como buena parte de Asia, cubierta por los cadáveres amontonados que yacían en torno al héroe que ni sabía por qué había marchado a la guerra.

Pobre Aquiles, cuán cruel fue el hado que los dioses le habían deparado. Pobre Aquiles.

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