Ojos que no ven, que no quieren ver

Escrito por García Cardiel el .

sertorio1

A veces, lo mejor es no ver. No ver, no comprender, hacer como si no pasara nada. Cuando todo parece decidido y el torrente del destino ruge vertiginoso hacia las peñas, de qué sirve mirar impotente hacia la orilla, tan cercana y tan lejana al tiempo. Mejor cerrar los ojos, componer una media sonrisa, olvidarse de las peñas, del torrente, del destino, de la orilla, y tratar de convencer a los demás sertorio4tripulantes de la barca de que se navega en dirección correcta. Así se ha hecho siempre, a qué cambiar.

Aquello sucedió en Hispania, hace más de dos mil años. Unos soldados iberos terminaban de restañarse las heridas bajo la negrura de aquella noche de luna nueva, procurando, en vano, mantener a raya a los bichos y a las culebras de los marjales. A las infecciones y al agotamiento. Alguno de ellos incluso dormitaba. La noche era negra como boca de lobo, y silenciosa, demasiado silenciosa. No en vano aquellos soldados sabían que no estaban solos. Las marismas de la desembocadura del río Júcar habían quedado repletas de grupúsculos como aquel cuando la noche había caído sobre el campo de batalla, una noche oscura como ninguna, en la que moverse a tientas por aquel cenagal desconocido hubiera sido un suicidio. De tanto en tanto, empero, alguien lo intentaba, y en la lejanía se escuchaba algún chapoteo, algún grito, y de nuevo el silencio.

Y, pese a todo, aquellos hombres seguían confiando en Sertorio. El esforzado y valiente Sertorio, aquel generoso comandante que hubiera deseado retirarse pacíficamente en cualquier rincón perdido del Imperio, donde hubiera podido subsistir, oculto, a las persecuciones del gobierno de Roma, que lo buscaba por traidor, pero que había renunciado a semejante sueño para atender al clamor de libertad del pueblo hispano. Aquel desprendido comandante que les había proporcionado armas para combatir, buenas armas romanas, y que había cubierto de oro al jefe de su aldea la tarde que pasó por allí y terminó reclutándolos. Bendita tarde en la que había empezado todo aquello. Un magnánimo comandante, Sertorio, que incluso se había ocupado del bienestar de sus hijos, sertorio3y que los mantenía bien vigilados y protegidos en la ciudad fortificada de Osca, educándolos mientras sus padres servían en sus ejércitos. Corría el rumor de que lo pequeños incluso vestían togas y estaban aprendiendo a hablar griego. Ninguno los había vuelto a ver, evidentemente, pero lo harían pronto, en cuanto todo aquello acabara.

La batalla había sido cruenta, y mucho más larga de lo que ninguno, ni siquiera el gran Sertorio, había anticipado. Pompeyo y Metelo Pío se habían lanzado sobre ellos, el primero desde el norte, el segundo desde el sur, y Sertorio, pese a todo, había decidido mantener sus posiciones junto a la desembocadura del Júcar, presentándoles combate a ambos a un tiempo para evitar que pudieran reunir sus ejércitos. La estrategia parecía suicida. Pero no lo era, pues contaba con el respaldo de los dioses. Y es que Sertorio, el piadoso Sertorio, conocía la voluntad de los dioses. Desde que toda aquella guerra había empezado, una pequeña y frágil cierva blanca lo acompañaba a todas partes. No se espantaba, como hubiera sido de esperar de una bestia semejante, sino que parecía acostumbrada a campar entre los soldados, e incluso gustaba de dormir en la tienda del general. Pero lo que más extrañaba de ella era su inusitada piel albina, signo inequívoco de que se trataba de un animal sagrado. Y se decía que la cierva le susurraba a Sertorio, en la intimidad de la tienda, la voluntad de los dioses. Y que, al amanecer, Sertorio tomaba sus decisiones en consecuencia. Gracias a Diana y a su cierva, al sin par Sertorio y a la justicia de la causa libertaria hispana, nada podía fallar.

Desde luego, a veces la cierva desaparecía. Nunca se ausentaba más que unas pocas horas, un día o dos a lo sumo, y siempre terminaba volviendo. sertorio5Era, al fin y al cabo, una cierva. Aquella mañana lo había hecho, por ejemplo, en cuanto comenzó la batalla junto a la desembocadura del Júcar. Echó a correr hacia la espesura de unos marjales, y no se la había vuelto a ver.

Por eso los soldados levantaron la cabeza, en mudo alborozo, cuando el animal apareció en la noche, empapado, moviéndose silencioso como un fantasma por aquella marisma de desolación. Contuvieron el aliento mientras la cierva pasaba de largo, buscando, sin duda, a su amo Sertorio. Y al punto los soldados agacharon la cabeza y continuaron con sus curas y su exhausto duermevela, como si nada hubiera pasado. Sin intercambiar ni tan siquiera una mirada. Como si al pasar la cierva junto a ellos ninguno hubiera visto que, en la humedad de los pantanos, la pintura blanca que recubría la piel de aquel absurdo animal divino le chorreaba por las ancas.

A veces, en efecto, es mejor no ver.

Imprimir