Mejor callar

Escrito por García Cardiel el .

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El joven Claudio permanecía inclinado sobre su escritorio, resollando y bisbiseando en la penumbra que un par de lámparas apenas lograban disimular. Mantenía los ojos cerrados, descansándolos un momento mientras repasaba mentalmente el último párrafo que segundos antes había dado por concluido. Escribía y reescribía cada línea tantas veces, en una eterna búsqueda de pulcritud, que terminaba aprendiéndoselas de memoria. No le costaba hacerlo. Tenía todo el tiempo del mundo. Y un cerebro prodigioso.

callar2No todos, desde luego, opinaban eso del pobre Claudio. Huérfano de padre desde la más tierna infancia, alejado también de su querido hermano mayor, al que un Augusto carente de hijos varones había adoptado para sucederle, Claudio vivía en la sola compañía de su madre Antonia, que no desaprovechaba ocasión para despreciarle. A menudo le gritaba, en público y en privado, que era un engendro humano a medio terminar, y gustaba de censurar a sus conocidos espetándoles que eran más estúpidos todavía que su hijo Claudio. Aquella mujer amargada le mantenía encerrado en casa y, desde que con la adolescencia Claudio había comenzado a corresponder a sus desprecios con malos gestos, había puesto a su cargo al antiguo intendente de las caballerizas, un esclavo bárbaro, para que le domara como si de una vulgar bestia se tratara.

Carecía, desde luego, de amigos, y, de sus relaciones con el sexo opuesto, mejor ni hablar. Recluido siempre en sus estancias, apenas había tenido oportunidad de confraternizar con ninguna muchacha de su edad. Había estado prometido en dos ocasiones, bien es cierto, pero a su primera novia no la había llegado ni a conocer, pues su potencial suegro había cometido la imprudencia de insultar a Augusto antes de la boda, y toda la familia había acabado exiliada. Y lo de su segunda prometida fue peor, pues acudió a sus nupcias gravemente enferma, y murió antes de que estas pudieran darse por consumadas. Aquello consternó sobre todo a su abuela Livia, que no veía momento para sacarle de la familia, aunque fuera desposándole con una pequeña tísica. Pero no lo habían conseguido por muy poco.

Las conversaciones entre su abuela Livia y su abuelo Augusto, cuando ambos discutían delante de sus invitados sobre si Claudio era o no tan retrasado como parecía, abochornaban al joven. Detestaba a sus abuelos más que a nadie en el mundo.

callar3Ante semejante panorama, e inclinado también a ello por su propia naturaleza, Claudio se había dado desde muy niño al estudio. A pesar de su tartamudez nerviosa, manejaba la lengua latina, sobre todo por escrito, mejor que muchos poetas, y su sorprendente dominio del griego asombraba hasta a los filósofos. Todavía adolescente había publicado sus primeros ensayos sobre filología, en los que entre otras cosas defendía la adición de tres letras nuevas al alfabeto, con suficientes argumentos como para que más de un erudito tomara la propuesta muy en serio. También había escrito un extenso tratado sobre filología etrusca, pero quedaban en Roma tan pocos estudiosos de la antigua lengua que casi nadie pudo verificar si su sesudo volumen tenía enjundia o era descabellado.

El texto que aquella noche estaba concluyendo, sin embargo, no versaba sobre filología. Aquella era una Historia de Roma. La primera, que él supiera, y creía haberlas estudiado todas, que no se detenía en los legendarios orígenes de la Urbe ni en sus más gloriosas conquistas, sino que abordaba con detenimiento las últimas décadas transcurridas, los años que habían pasado desde el asesinato de César hasta la consolidación en el poder del abuelo Augusto. Los años, en fin, de la guerra civil.

Claudio era perfeccionista en todo cuando hacía, o al menos lo intentaba. Llamó en su ayuda al mejor historiador del momento, Tito Livio, que, acaso por ternura ante los ímprobos esfuerzos del tullido, o quizás reconociendo su excelso intelecto, se prestó a aleccionarle. Estudió concienzudamente los registros estatales, y, gracias a la fortuna familiar, se adueñó de los archivos de algunas de las principales familias de Roma. Incluso envió a sus esclavos aquí y allá para interrogar a cuantos testigos quedaban de los horrores, escaramuzas y masacres perpetrados unas décadas atrás, y, al parecer, tan rápidamente olvidados. Y también para que visitaran los cementerios de los pueblos y las fosas comunes, muchas de estas todavía a medio cubrir.

Pero aquella obra que estaba concluyendo, pese a todo, no era la Historia con la que en un principio había soñado. Claudio tenía la voluntad férrea, pero no lo suficiente. Y, en cuanto supieron lo que proyectaba, su madre y su abuela no habían dejado de presionarle. No podía, le repitieron una y otra vez hasta que quebrantaron su ánimo, no podía, le dijeron, ser sincero, no del todo. Había cosas que era mejor callar. Mejor para todos, para el abuelo, para sus tíos, para él mismo, para Roma. Mejor dejar la guerra donde estaba, en el pasado.

callar4Así que Claudio finalmente escribió una Historia de Roma mutilada, en la que se callaban, como si ni siquiera hubieran transcurrido, más de veinte años. Esa era la Historia que el joven Claudio tenía ante sí, ya casi concluida, presta para que, tras una última lectura de los abuelos, se diera por fin a conocer, y quedara olvidada casi al instante, ignorada por el gran público. Junto con los últimos asomos de inocencia del pobre, tullido, acaso imbécil, Claudio.

Mejor acogida popular tendría la Historia de Roma que el abuelo, Augusto, concluía también aquella noche en su despacho, en lo más alto del Palatino. Lo cierto es que le había costado mucho menos esfuerzo escribirla que a Claudio, apenas un par de tardes. Pero aquella, la redactada por Augusto, era otra historia. Mucho más sencilla. Quizás por eso triunfó entre el público.

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