Obra del maligno

Escrito por Estela de Mingo el .

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Llevaba un mes entero buscándolo desesperadamente por todas partes y al fin lo había encontrado.

Tenía que haber imaginado antes que estaría allí, en aquel idílico lugar en el que se podría sentir arropado desde la distancia por aquellos enormes edificios que, desde que hubo comenzado su construcción, le habían parecido terroríficos. Esos cuatro rascacielos siempre le habían resultado diabólicos.
Quizá esa sensación se debiera a la influencia de aquella película que había visto repetidas veces en su juventud, en la que el demonio renacía entre los que, en ese momento, eran lo más cercano a un rascacielos que se podía encontrar en la capital. O quizá se debiera a que los edificios de tal altura tuvieran siempre un trasfondo demoníaco, reflejo de la insana obsesión humana por subir más y más alto para llegar a la altura de sus dioses y poder codearse con ellos.

El temprano anochecer de aquella tarde de invierno le devolvía un marco idílico, perfecto para la ocasión.

maligno3Poco a poco, paso a paso, alargando al máximo la expectación, se fue acercando a la estatua. La cara esculpida del maligno le sonreía con una mueca grotesca en los labios, que dejaba ver su dentadura afilada, dispuesta a clavarse en las carnes de cualquier simple mortal en caso de ser necesario.
Cuando estuvo a su vera levantó la vista. La figura del dios del mal se erguía imponente dos metros por encima de él, y parecía crecer aún más a cada segundo que transcurría.

- Mi señor, le he estado buscando tanto tiempo...Por fin le he encontrado.

Tras pronunciar aquellas palabras a modo de saludo sintió un profundo mareo.

Todo a su alrededor comenzó a dar vueltas. Las gigantescas torres, antes lejanas, se movían aproximándose y alejándose, danzando a capricho a por doquier.

El cielo se fue tornando de un color que derivaba en carmesí, hasta llegar a parecer sangre densa, quizá derramada por ángeles mucho tiempo atrás.
De repente un halo de niebla lo cubrió todo y ya no podía ver nada a su alrededor, como si ya no existiera nada aparte de la estatua...Aunque ya no era una estatua.

Se había convertido en una gigantesca figura homoforme que irradiaba tanto calor que de su piel emergía un sinfín de llamas incandescentes.

El hombre se arrodilló ante él, bajando la vista al suelo y despojándose de su sombrero, dejando a la vista su cabeza desprovista de cabello.

El maligno bajó un brazo hipermusculado alargando el dedo índice, provisto de una larga y extremadamente afilada uña de color negro.

maligno2Posó la mugrienta uña sobre la reluciente calva del hombre y la clavó profundamente, provocando que brotara un reguero de sangre de la herida, de la misma tonalidad que minutos antes había teñido el cielo.

Lentamente, fue girando la muñeca, creando una brecha de lado a lado de la cabeza del hombre, que permanecía impasible, inmóvil mientras se desangraba.

Cuando el demonio consideró que era suficiente, levantó la mano y rompió a reír. Unas terroríficas carcajadas de ultratumba que resonaron hasta en el más recóndito lugar de la capital y que provocaron una violenta tormenta que sacudiría la ciudad durante el resto de la noche.

Por la mañana, con el sol luciendo desde lo más alto del cielo, que había recuperado su color azul, unos deportistas vespertinos encontraron un cadáver reposando sobre un inmenso charco de sangre. Tenía la cabeza abierta de oreja a oreja, que semejaba una mueca de la extraña sonrisa, también de oreja a oreja, que dibujaban sus labios.

No se percataron de que a lo lejos, entre las cuatro torres, el alma de aquel pobre desgraciado descendía al fin a los infiernos.

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