En el nombre de Dios

Escrito por Estela de Mingo el .

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Matar infieles. Cuantos más mejor.

Eso era lo que quería, lo que deseaba con toda su alma y para lo que se había preparado a conciencia durante los últimos meses. Y sin duda, ahora estaba seguro, para lo que había nacido.

A pesar de su corta edad, apenas dieciséis años cumplidos, lo tenía muy claro. Dios lo había llamado para limpiar la Tierra de almas impuras... Si acaso los infieles tenían alma.

Por esa razón había cruzado medio continente dejándolo todo atrás.

dios5Su casa. No era excesivamente grande ni lujosa pero en ella sus padres habían construido un bonito hogar que cada mañana era iluminado por el sol que, al amanecer, se colaba por las pequeñas ventanas que se abrían, con poco orden, en las paredes.

Su familia. Todas esas personas con las que compartía sangre, además de ese hogar. Sus padres, sus tres hermanos y sus dos hermanas, a las que adoraba más que a nadie en el mundo. Él era el mayor de todos, por lo que siempre se había sentido en la obligación de cuidar de ellos, de velar para que no les pasara nada.

Su novia. En realidad su prometida, puesto que le había pedido matrimonio poco antes de partir. Le hubiera gustado llevársela con él pero el viaje no era fácil y el destino era peligroso, así que pensó que lo mejor sería no confesarle siquiera el camino que estaba a punto de emprender. Por otro lado, sabía que no le faltarían las mujeres allá donde iba, si en algún momento necesitaba alguna.Ya se lo explicaría todo a su chica, que sin duda lo comprendería, más tarde, cuando volviera a casa como un héroe...Eso si volvía, porque estaba dispuesto a dar la vida por aquella causa, si fuera necesario.

Sus amigos. Eran sus compañeros de risas y de juegos y echaría de menos las horas que solía pasar en su compañía, si bien era verdad que muchos de ellos ya habían partido antes que él a aquella aventura llamada guerra santa. Seguro que muchos más lo harían tras él siguiendo su ejemplo.

Todo era importante para él y sería capaz de dar su vida por todos ellos...Pero lo más importante era su religión y su Dios, que se estaban viendo seriamente amenazados en las últimas décadas. Por eso había decidido luchar y morir si hiciera falta. Por defenderlos.

dios4No lo asustaba la muerte puesto que, si perdía la vida matando infieles, Dios lo enviaría directamente al paraíso, donde disfrutaría de todos los placeres y manjares que pudiera desear, como su condición de mártir requería, durante toda la eternidad.

Así, tras un largo y fatigoso camino, acabó en el Medio Oriente, acompañado de centenares de hombres, algunos más jóvenes y otros más viejos, que habían acudido allí como él respondiendo a la llamada a la lucha armada.

En el pequeño pueblo donde había vivido toda su vida nunca recibió entrenamiento para ningún tipo de combate, por lo que tuvo que aprender a estar a la altura de un soldado profesional en un breve periodo de tiempo que, sin embargo, a él se le antojó demasiado largo, ansioso como estaba por comenzar a luchar, por mirar cara a cara a sus enemigos segundos antes de quitarles la vida.

Y, al fin, había llegado el día.

Al fin saldría a luchar.

Al fin honraría a su Dios, matando a aquéllos que lo deshonraban cada día.

Al fin sus hermanos en la fe lo reconocerían como el héroe que era.

Al fin su sueño se haría realidad...

Escuchó gritos en el campamento, desde fuera de su tienda. Sus superiores, los que les daban las órdenes, los apremiaban a prepararse. Pronto empezaría la lucha.
Él estaba prácticamente listo por lo que, nada más escuchar aquellas voces, se echó inmediatamente al suelo, movido por la inercia y, arrodillado, se dispuso a rezar.

Tras encomendarse a su Dios, el Dios verdadero, el único, se levantó y se dirigió a uno de los extremos de la carpa.

Allí tenía un espejo, una extraordinaria pieza con la que había conseguido hacerse al poco de llegar a aquel campamento. La imagen que le devolvía no era demasiado nítida, aunque era mucho mejor que la de otros espejos en los que había tenido la oportunidad de mirarse a lo largo de su vida.

Solo tenía dieciséis años, sí, pero su porte era la de un adulto robusto y su cara, en la que había comenzado a dejar crecer el pelo, tenía rasgos de madurez.

Se atusó los ropajes que llevaba con las manos. Quería estar dios2perfecto para esa batalla, que sus ropas infundieran respeto entre sus hermanos y miedo a sus enemigos y que se viera con nitidez el adorno que las decoraba: una cruz de color rojo cuyos extremos acababan en punta.

Sin dejar de mirarse al espejo, se enfundó la cota de malla y empuñó con fuerza la espada, que había sido especialmente forjada para él por un herrero al que había encontrado a lo largo de su camino a pie a través del viejo continente.

Su apariencia era grandiosa. Era una pena que sus familiares y su prometida no pudieran verlo con su atuendo de caballero cruzado, los hubiera llenado de orgullo.
Confiaba en que podría volver tarde o temprano a casa, después de haber acabado con todos los infieles musulmanes que se hubieran cruzado en su camino.

Sabía que sería así, porque ellos tenían a Dios de su parte. Así se lo había comunicado el Papa, que había convocado a todos los reinos cristianos a aquella lucha en Tierra Santa.

Al fin y al cabo, iban a luchar para recuperar su ciudad santa, Jerusalén. Por defender el cristianismo de los invasores. Por defender su fe, la verdadera fe.

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