Que continúe la función...

Escrito por Estela de Mingo el .

Al verla pasar junto a él, con pasos gráciles y elegantes, le pareció que estaba siendo testigo del descenso de una diosa al mundo terrenal.

Era una verdadera belleza, una venus de la antigüedad que había viajado en el tiempo para mezclarse entre los simples mortales. Alta y esbelta, parecía levitar más que andar.

Su piel era tersa, tan pálida como la luz de la luna, y su cabello del color del oro más puro que se pudiera imaginar. Lo llevaba recogido en un abultado moño que dejaba toda su cara despejada, una cara de muñeca de porcelana cuyos rasgos acentuaba con un maquillaje esmeradamente cuidado.

funcion7Sus ojos, de un color azul tan claro que a veces se le antojaban transparentes, estaban enmarcados por una sombra de color plateado brillante, que se alargaba hasta las cejas, perfectamente dibujadas. Sus pestañas, negras como el azabache, se curvaban y alargaban hasta el infinito.

Sus labios carnosos brillaban gracias a la purpurina roja que los adornaba y a la fina línea granate que los perfilaba, y sus mejillas lucían un color intensamente rosado.

Vestía un maillot de color plateado, como la sombra de sus ojos, con bordados de color fucsia intenso y miles de lentejuelas de todos los colores. Completamente ajustado, le cubría por entero los brazos pero dejaba a la vista toda la longitud de sus piernas, y marcaba todas y cada una de sus increíbles curvas.

Caminaba con la vista fija a lo lejos, en el escenario, concentrada en lo que tenía que hacer en tan solo unos segundos.

Ya la habían anunciado y, aunque le gustaba hacerse esperar para que el aplauso fuera más largo, caminaba con paso firme y ligero.

- ¡Mucha suerte Artemisa!-le dijo cuando estuvo justo a su altura-.

La mujer se paró en seco, y le dirigió una mirada fulminante.

- ¡Te he dicho mil veces que no me desees suerte, idiota!-dijo, escupiendo las palabras, y sin siquiera mirarle a la cara, tras lo cual continuó su paso-.

Él sonrió. Estaba acostumbrado a que le tratara así, no le daba la menor importancia. Era normal que estuviera nerviosa, y por lo tanto alterable, antes de efectuar su número.

Era un número muy peligroso y arriesgado, para el que necesitaba toda la concentración posible. Y toda la suerte, por eso él siempre se la deseaba, aunque debido a sus nervios ella no lo pudiera apreciar.

Estaba locamente enamorado de ella desde el primer momento en que la vio.

funcion2Él había vivido y trabajado en el circo desde pequeño, cuando, según le habían contado, sus padres le abandonaron allí. No recordaba nada de su vida anterior a aquel mundo de caravanas, saltimbanquis, payasos, animales, domadores, carpas, público, aplausos y, sobre todo, carretera.

No guardaba rencor a sus padres por haberse desecho de él. En realidad, les estaba profundamente agradecido...No se imaginaba su vida fuera del circo, allí era donde estaba su felicidad.

Vivía por y para ese circo, por y para el público que aclamaba su número función tras función. Los artistas de aquella carpa eran su familia, los animales sus mascotas. El circo era su casa, y todo su mundo.

Ella llegó cuando él ya era un artista consagrado, aunque apenas comenzaba su andadura dentro de la adolescencia. Ambos eran adolescentes entonces.

Por lo que pudo saber, se había escapado de un orfanato, no sabía por qué razón, y, después de dar algunos bandazos por la vida, había ido a parar al circo, donde enseguida se hizo un hueco gracias a su incipiente habilidad sobre la cuerda floja.

La primera vez que la vio sintió un flechazo. Lo sintió literalmente, en el corazón. Pudo notar como se le desgarraba en su interior con solo mirarla, aunque apenas le dirigió un desinteresado saludo cuando les presentaron.

funcion8Día tras día la observaba mientras ensayaba su número una y otra vez. Ella saltaba, casi volaba, sobre una cuerda tensada entre dos árboles, mientras él, escondido lo mejor que podía para que su presencia no la distrajera, seguía sus piruetas con la mirada, casi embobado, y apenado, ya que le parecía una aparición totalmente inalcanzable para él, a la que no se atrevía ni acercarse.

El día de su debut, por fin, hizo acopio de valor y se acercó a ella para ofrecerle unas palabras de ánimo que pareció no escuchar, ya que ni siquiera lo miró. Supuso que fue por los nervios del momento. Debía de estar atacada, tal y como estuvo él en su primera actuación ante el público, cuando apenas era un niño.

Desde entonces, cada día se acercaba a ella antes de que pisara el escenario. Al principio era contestado con total indiferencia, pero con el tiempo, comenzó a dedicarle alguna palabra, aunque nunca fueron amables, como había sucedido aquel día.

Él nunca se enfadaba. Todo lo contrario, cada día estaba más embelasado por su voz, su belleza, y su arte en el escenario.

La música marcó el comienzo de su número. Veinte minutos de saltos, giros y bailes sobre una cuerda de color rojo colocada a diez metros de altura.

Él sufría con cada salto mortal, temeroso de que al finalizar uno de ellos el pie de la chica no encontrara la cuerda y pudiera llegar a estrellarse contra el suelo.

Al finalizar el número, la diosa bajó a la tierra para recibir allí la ovación de los mortales que aplaudían y jaleaban ardientemente, impactados por el espectáculo del que acababan de ser testigos.

La chica agradecía los aplausos con gráciles reverencias, mientras lanzaba besos hacia todos los rincones de la carpa.

Él, como cada día, esperó pacientemente a que acabara la ovación y su diosa volviera a las bambalinas, nuevamente con la cabeza altiva, sabedora de que se trataba de la estrella de la función, y como tal, una noche más, había dejado el pabellón bien alto.

- Has estado estupenda Artemisa. -le dijo, cuando nuevamente estuvo a su lado-.

La chica lo miró por encima del hombro, frunciendo el ceño, mientras murmuraba algo entre dientes.

Él, concentrado fuertemente en sus ojos, no pudo leer en sus labios la palabra “monstruo”.

Tuvo que salir forzosamente de su ensimismamiento cuando la voz del director de la función anunció su número.

Aun sonriendo, y pensando en su diosa y en los segundos en los que habían cruzado sus miradas, salió con paso firme al escenario, seguro de que, dentro de poco, podría cruzar algo más que solo miradas con su enamorada.

funcion5Su sola aparición en el centro del escenario provocó ya las risas del público. Su cuerpo encorvado, adornado por una incipiente joroba, sus piernas raquíticas, sus brazos peludos hasta la saciedad, su nariz rota y sus ojos abultados eran el encuadre de su número de humor, que tantas carcajadas arrancaba cada noche entre la audiencia.

Desde las bambalinas, Artemisa le observaba desde lejos, con un gesto de repugnancia en su cara.

Odiaba el circo, odiaba tener que exhibirse cada noche delante de un puñado de extraños, odiaba no tener otro remedio más que vivir allí, si no quería verse bajo un puente, y sobre todo odiaba tener que compartir su espacio vital con aquel engendro, cuya visión tanto le desagradaba.

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