La soledad

Escrito por Estela de Mingo el .

Por segunda vez en lo que va de noche, llora. Pero esta vez lo hace sin ganas, por inercia, solo porque siente que debe hacerlo, porque es lo correcto tras la situación que acaba de vivir.

El primer llanto sí que fue verdadero, con sentimiento y dolor, de esos que van acompañados de gemidos desgarradores y respiraciones entrecortadas, y con él había desahogado su tristeza.

Ahora se trata de desahogar su conciencia, por lo que el nuevo llanto, esta vez silencioso y tranquilo, no acaba hasta que las lágrimas, tras haber surcado lentamente su cara, mojan la funda de la almohada.

soledad9Se levanta y se dirige al espejo que cuelga de la pared de la habitación. Su cara parece haber cambiado en las últimas horas. Sus ojos, que recordaba azules, aparecen rojos por el escozor de las lágrimas, color que apenas resalta sobre su rostro plagado de moratones. Su tonalidad le ayuda a recordar las fechas de los golpes recibidos. Rosas los que se han empezado a formar esa tarde, morados, casi negros, los de antes de ayer, marrones los de hace cinco días, amarillos ya los de la semana pasada, los que apenas duelen ya cuando los toca.

No sabe lo que ha podido pasar para llegar a esta situación, a esta tarde fatídica en la que su vida ha dejado para siempre de tener sentido. Porque, a pesar de todo, a pesar del infierno que le ha hecho vivir los últimos años, a pesar del desprecio, a pesar de las palizas, saber que le tenía junto a ella era lo que le daba fuerzas para vivir.
Porque él también la necesitaba para vivir. Era lo único que tenía en este mundo.

Ella le mantenía con su humilde sueldo, ya que él era despedido, una y otra vez, de cada trabajo precario que encontraba. Ella le daba de comer, ya que él ni sabía, ni quería cocinar. Pero, por encima de todo, ella era la que le consolaba cuando, tras cada paliza, volvía sollozando a sus brazos, arrepentido, pidiéndole perdón, jurándole que jamás lo volvería a hacer, asegurándole que, sin ella, él no era nada.

soledad2Se seca los ojos y se dirige al cuarto de baño. Se desnuda y, tras abrir completamente el grifo del agua caliente, se mete bajo la ducha. Necesita quitarse las manchas de su cuerpo y de su mente, no solo las que le han dejado la sangre que ha pisado con sus pies descalzos.

Intenta volver a llorar, pero esta vez no lo consigue. La pena y la culpa están dando paso a la tranquilidad. La tranquilidad de saber que se han acabado las vejaciones, los insultos, las palizas...El dolor.

Sale de la ducha y, tras limpiar el vaho depositado en el espejo, observa detenidamente el reflejo de su cuerpo. Ese cuerpo que un día fue fuertemente envidiado por ellas y profundamente deseado por ellos, aparece ante ella demacrado, marchitado, roto, agotado. Es el precio que ha pagado por tenerle en su vida y por conservarle a su lado.

Sin secarse, se pone una simple bata, uno de los pocos regalos que un día recibió de él y, caminando despacio, atraviesa el pasillo y llega hasta su cuerpo, tendido en el suelo, inerte, sobre un charco de sangre de color granate.

soledad5Esta vez intenta no mancharse cuando se acerca y recoge la figura que ha provocado que su cráneo se partiera. Una figura que representa una ninfa tocando el arpa, uno de los pocos recuerdos de su vida anterior a él, de su juventud, que conserva intactos, que todavía él no había roto en uno de sus ataques de furia. Pequeña, pero sólida y pesada. Recuerdo de un viaje en una vida pasada que acaba convertido en un arma letal.

Nunca pensó que sería capaz de matarlo. Jamás se lo había siquiera planteado. No sabía qué circuito había fallado dentro de su cabeza para hacer lo que hizo. Quizá instinto de supervivencia, quizá venganza, quizás ganas de que todo acabara de una vez. Quizá una mezcla de los tres motivos. Que pasara algo así era solo cuestión de tiempo. Algún día uno de los dos tendría que acabar con el otro. El destino ha querido que sea ella la agraciada.



Mira su cara, sus ojos todavía abiertos, mostrando dolor a la vez que sorpresa.

soledad4Lo quiere, siempre lo ha querido y siempre lo querrá, eso no lo puede cambiar nada.


No sabe qué le espera a partir de ahora: la cárcel, la incomprensión social, la soledad más absoluta…


Contra todo eso podría luchar, no le importaba. Pero sabía que, a pesar de que sus cuencas se habían secado, y que jamás volvería a derramar una sola lágrima por él, jamás podría perdonarse haber matado a su único hijo.

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