La torre

Escrito por Derh Zetto el .

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PARTE 01.

Las tormentas de verano despertaban grandes nubes de arena fina y dorada. Enormes moles flotaban a gran velocidad durante los meses de julio y agosto. Después, como si un pastor silbase desde la bóveda del cielo, las impenetrables tormentas con sus minúsculos y afilados proyectiles desaparecían sin dejar rastro.

Hasta donde alcanzaba la vista todo lo que había alrededor de la torre era un desierto de arena brillante, polvo de oro cuando el sol descansaba en su cenit. Tan solo al oeste (a unos dos kilómetros calculaba Igvan) un gran árbol blanco y seco oponía resistencia al astro, dibujando en el suelo su orgánica silueta cambiante con las horas, a veces fantasmagórica, otras larga y sinuosa. El cómo y el por qué de ese árbol era ignorado por completo por el vigía que día tras día oteaba el horizonte en busca de una señal de la Sierpe-Alada. Al pasar su vista por el árbol lo saludaba "¿Qué hay viejo amigo? Aun sigues ahí aguantando". Alzaba la mano y saludaba con el puño cerrado como en los cuentos de los hombres rojos. La búsqueda de la señal era la tarea más importante del día. Su abuelo nunca explicó a Igvan cómo o dónde encontrar la señal, tan solo repetía "El día que veas la señal entenderás el valor de la vida".

torre12En la torre no existía puerta que permitiera una salida posible a Igvan. No recordaba otro lugar donde hubiera vivido más que en aquella construcción. El abuelo Faddei le enseñó a usar los fogones alimentados por el fuego de las profundidades y el pequeño pozo de donde sacaba la fresca y dulce agua. Con ella saciaba su sed, como es natural, pero también se aseaba, alimentaba las macetas donde alegres tomates enanos, pimientos pera, guindillas de bota y judías-violeta crecían a buen ritmo. Un limonero con un injerto de naranjo proveía al rubio morador de la torre de dulces limones y ácidas naranjas. Otros arbustos y plantas completaban su jardín, proporcionando sustentos y útiles.

Los costados de la torre en esa planta, grandes terrazas amuralladas, eran el lugar donde su jardín dotaba de alimento, olor, color y frescor a la vida de Igvan. Las altas paredes de los costados protegían su verde oasis, pese a que durante las tormentas había de colocar grandes mantas para que la arena no ametrallase sus tesoros vegetales.

A veces pasaba largas horas a la sombra de las murallas mirando la punta de la torre. La cúspide se alzaba como un pináculo de cinco lados. Subía al menos quince metros y terminaba en un afilado pico protegido por un capuchón de metal dorado. Las tejas eran verdes, fuertes y brillantes y pese a llevar años soportando el maltrato del sol y las tormentas aún conservaban su esplendor.

torre14En un gran pentágono con un diámetro de veinte metros transcurría su vida, al cobijo de las verdes tejas y el dedal dorado. Cuatro grandes ventanales de coloristas mosaicos con representaciones de bestias y lugares imaginarios filtraban la luz del exterior. Bajo la ventana norte una empinada escalera bajaba a la planta inferior donde las ventanas se tornaban altas y muy estrechas para proporcionar ventilación con la menor pérdida de temperatura.

Nada más existía en sus aposentos, ni puertas a un tercer nivel inferior ni ventanas con escaleras en las paredes exteriores. Ningún camino de entrada o salida de la torre. Tan solo un agujero circular y oscuro sellado por una tapa de metal con horribles figuras y escenas violentas talladas en ella. Al alzar la tapa un terrible hedor surgía de él empujado por una gran bocanada de calor. El Intestigo lo llamaba su abuelo. El Intestigo que engullía los desperdicios y los abrasaba a miles de metros bajos la torre. Ahí es donde el día que yo no despierte del último sueño, decía Faddei, habrás de lanzar mi cuerpo para que los fuegos hagan arena de mi carne y yo vuelva a formar parte del desierto.

torre13Habían pasado años desde el fallecimiento de su abuelo. Así transcurrían los días del barbudo morador ocupado con los quehaceres de un obligado eremita. Las estanterías de la planta baja contenían cientos de libros que Igvan releía con gran placer. Libros antiguos de hojas secas y amarillentas que encerraban otras vidas en otros mundos inventados. Poemas y cuentos que tejían su imaginario. Muchos de ellos eran los mismos que Faddei le contaba cuando era un niño. Así alimentaba su mente cuando las tareas se lo permitían. Otras veces disfrutaba de lo que ellos llamaban los regalos de la Arena que eran las pequeñas y diferentes aventuras que ocurrían en contadas ocasiones y les proporcionaban extraordinarias alegrías; grandes cangrejos que surgían del pozo, a veces incluso algún pez que boqueaba en el agua, aves que se posaban a descansar en sus murallas y hábilmente atrapaban con una red tejida con cáñamo. En esas ocasiones y con semejantes manjares preparaban, con ceremonia y agradecimiento, un gran festín. No sin antes agradecer al animal la vida que de ellos iban a tomar. "Recuerda ser agradecido Igvan, la vida es el único tesoro auténtico del hombre". Así le dijo Faddei. "¿Y a mí quién me dio la vida, abuelo?". La Sierpe-Alada era la respuesta. Ella es quien me entregó al abuelo en un sueño, salpicado de fuego y sangre, como en las escenas del círculo de metal del Intestigo.

Acaeció uno de esos días especiales. Era el quinto regalo de la Arena que recibía desde que viviera en soledad. Un pez daba grandes bocanadas en el pozo. Igvan, rápido y atento a cualquier cambio en su pequeño mundo, pronto se percató de la alegre visita y con extrema habilidad apresó al pez. Con éste en sus manos y con un gran alboroto comenzó a danzar de alegría y a cantar mientras agradecía al pez y a la Arena la gran sorpresa cuando escuchó unos cánticos. Versos como lamentos. torre15El hombre se quedó de piedra pues nunca en su vida había escuchado más voz que la de su abuelo y la suya propia. Asustado devolvió el pez al pozo creyendo que quizá era la voz del animal el cual desapareció rápidamente en la profundidad del agua con un burbujeo de ofensa. Los lamentos continuaron. Las voces modulaban diferentes inflexiones. A Igvan le parecía que aquello fuera una canción, una que él no conocía y que traía malos augurios, como en el cuento de la familia que moría bajo una tormenta de agua que, de tan fría, se volvía dura como la arena.

El morador se estiró en el suelo y colocó la oreja sobre las baldosas. El cántico ahora llegaba con más fuerza y definición a sus oídos. Era como si proviniera de un piso inferior, pero era imposible, no existía nada más en la torre, eso lo sabía porque Faddei se lo había contado y a él su abuelo Nicolás y a éste su abuelo Sar-Madue. Se alzó excitado y temblando de la emoción se dijo: "¿Y si fuera esta la señal?".

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