Círculo de violencia

Escrito por Derh Zetto el .

violencia1

Javier Díaz nació el 29 de junio de 1978. Hijo de un padre alcohólico y una madre sufrida y trabajadora que apenas podía ocuparse de ellos, Javier desarrolló una personalidad amarga y pesimista. Su vida no fue nunca por buen camino. Ya desde niño tendía a buscar la atención de los demás a través del maltrato al más débil. La sensación de poder sobre otros le llenaba de júbilo. El subidón duraba lo que se tarda en llegar de la escuela a casa y recibir, en el mejor de los casos, una avalancha de insultos tan corrosivos como el aguafuerte. A los 13 años abandonó la educación y comenzó a trabajar unos días en el mismo bar donde su madre atendía quince horas diarias por una miseria sin contrato. No contento con tan patética faena, y embruteciendo el esfuerzo materno con jactanciosas críticas a su debilidad de espíritu, decidió que el mundo le ofrecía jugosas oportunidades en otros lugares. Por entonces contaba con quince primaveras y aun existía en él un atisbo de esperanza pero las frías tormentas del invierno llegaron pronto a su realidad y fue brincando de trabajo en trabajo hasta aceptar que el mundo no parecía ser lo que la tele le contaba.

violencia6Javier ahora tiene cuarenta y tres años y está aparcando su viejo seat Leon FR de 170 caballos de pura rabia, cuarenta y dos coma cinco jacos de ira en cada cilindro. Ya asoma el cartón en su cabeza coronada por sus Ray-Ban y cuenta con algún quilo de más pero Javier considera que está en forma y que podría acabar con Huracán Carter si él da el primer golpe. Mientras tira con ambas manos del freno y apaga el motor, frente a él pasa un tipo de quizá su misma edad sobre uno de esos estúpidos patinetes con motor mientras hace un estúpido gesto con la cara. Javier sale de su vehículo y desde su trono de superioridad increpa al tipo del patinete.

-¡El patinete de los cojones, pareces un puto niño!

El ofendido conductor del patinete, culpable de haber estado en el lugar equivocado en el momento oportuno, se detiene y responde desde cierta prudencia.

-Pues voy con lo que me da la gana.

La trampa de nuestro héroe a funcionado a la perfección. El pobre desgraciado a picado el anzuelo y ahora la ofensa es tan grabe que alguien a de pagar por todo el daño causado en cuarenta y tres años de tener la cabeza sumergida en aguas fecales.

-¿Qué dices gilipollas?

violencia3Javier deja la puerta del vehículo abierta y se acerca imponente a su víctima. No cerrar la puerta es todo un símbolo de intenciones, ya nada importa pues ha comenzado la hora de las hostias y el efecto dramático de dejar tus pertenencias sin vigilar añaden un plus de peligrosidad a su persona.

-¡Que te pires con el puto patinete gilipollas!

La primera frase la coloca en el lugar adecuado a la distancia adecuada a sabiendas de que se va a contar hasta tres. Esta primera la dice a metro y medio del interpelado. El tono aun es controlado y no ha alzado su magnífica voz. Como el tipo del patinete no ha dicho nada, pero no se ha movido del lugar, la cuenta suma uno y ahora Javier con un sonoro pisotón, golpea el suelo y se acerca a un palmo de la cara de su víctima.

- ¡Que te pires, que te parto la boca!

violencia4Ahora ha desatado todo su encanto de matón de patio. Javier ha lanzado las gafas de sol al suelo, como ya demostrara, no importan sus pertenencias, ahora solo importa impartir una masterclass de respeto. Al pegar su cara a dos dedos del tipo del patinete éste se aleja unos centímetros instintivamente, mantiene el tipo pero se sabe derrotado y Javier lo sabe también. No en vano nuestro héroe ya había calculado las posibilidades de éxito según una superioridad física que se inclinaba claramente a su favor. La víctima parece ceder pero una sonrisa brota en su cara y un brillo en sus ojos, ese instante descoloca completamente a Javier. Generalmente no es esto lo que ocurre con sus presas.

Como si el tiempo se detuviera, un centelleo blanco invade la vista del dueño del Leon rojo de 170 caballos de odio y miedo. Un certero rodillazo en el ano, justo entre las nalgas, con tanta fuerza que le hace caer de cara al suelo, es el primer golpe, como el que él mismo habría dado a Alí en el cuadrilátero. Luego le suceden docenas, especialmente patadas en el estómago y en las costillas. La peor parte es cuando un último puntapie cae sobre su boca partiéndole los piños violencia5y dejándole en el limbo de la inconsciencia. Para nuestro héroe lo peor de todo no es el dolor físico, lo peor es la humillación en su propio juego. En su momento no descifró el estúpido gesto de su víctima cuando lo vio desde el interior del coche, delataba un saludo a una segunda o tercera persona, ahora caía en la cuenta.

Nos alejamos de Javier, sólo, en el suelo, rodeado de coches y asfalto, edificios y balcones. Reposa su cabeza sobre una pequeña mancha de sangre y su cadera sobre una gran mancha de orina. El calor aprieta, es medio día, nadie pasa a su lado. Desde los balcones, si uno se fija detenidamente, algunas cabezas asoman silenciosas, morbosamente espectantes. La justicia ha pisado con su chancla en el barrio. Si miras mejor verás a Matías, el dueño del quiosco, un hombre amable y muy chistoso, aunque a su mujer no parece hacerle gracia que la llame “puta vaga” cuando no le trae la cerveza al sofá. También verás a Doña Micaela, una anciana que lleva toda la vida en el barrio, una mujer trabajadora y honrada que considera que los negros de las pateras que mueren en el mar se lo han buscado ellos mismos, aunque pobrecitos, no se lo merezcan. También podrías ver al pequeño Carlitos, con sus gafas de culo de botella, embobado mirando al caído mientras sujeta con su mano izquierda una lupa y en su derecha un gorrioncito muerto con los ojos chamuscados, huele como la barbacoa de los domingos en la casa de su tito José.

Imprimir