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Montero

montero1Montero debe de entender de muchas cosas. Por algo ha llegado a ser diputada y portavoz de un partido político. Pero, con abanderados como Montero, los defensores de los derechos de las mujeres, entre los que me cuento, más que ganar amigos perdemos credibilidad.

Montero es presa de una especie de fetichismo lingüístico que la empuja a librar una vergonzante batalla contra todo lo asimilable a la opresión machista en nuestro idioma. Así, en su delirante morfología simplificada, toda o (por ahora) final es vista como la borla pinchuda con la que se fustigaba a la chusma de los galeotes. Toda coda de palabra femenina no concluyente en a (marca antonomásica del femenino a sus ojos) merece ser editada para que la primera letra del abedecedario la clausure.

montero3Montero sueña que la persigue una O mayusculísima y rodante para aplastarla antes de que se pueda refugiar en su dacha. Ésta, como todas las segundas residencias de los pudientes rusos que siempre han sido, tiene forma de A. Montero consigue salvar el pellejo y contempla desde el balcón de madera de su casa cómo la insidiosa bola le ha chafado su geométrico parterre de flores moradas.

Montero se despierta y, en vez de ir a la cocina a tomarse un vasito de leche templada con una galleta maría, se dirige al despacho donde cree saber que en algún momento de su pasado colocó una Gramática de la Lengua Española que le regalaron y no ha llegado a abrir. A ver, a ver...

Ahí está. Montero la ase, la desempolva y no puede creer que alguien se haya podido gastar más de 400 pesetas en tal volumen. Lo lleva a la cocina y lo deposita en el contenedor del papel sin tomarse siquiera la molestia de despojarlo de su embalaje de plástico transparente.

Montero se vuelve a acostar y, cuando se despierta, se acuerda de su pesadilla y se propone exorcizarla liándola parda delante de la primera alcachofa que se le ponga ese día por delante.

Horas después, Montero cumple su promesa en el Congreso de los Diputados en un enternecedor ejercicio de nostálgica quijotería emprendiéndola a estocadas con los odres de nuestro mejor vino lingüístico.

La heroica Montero exulta cuando se entera de que otras dos eminentes hispanófonas como Adriana Lastra y Margarita Robles la secundan en su empeño.

montero2Montero lo ve claro. ¡Qué importa si ha infringido la norma y el sentido común! No se arrepiente. Lo ha hecho por una buena causa. Ha sido ella y sólo ella la que le ha marcado la hoja de ruta a una creciente corte de indigentes gramaticales con prurito de modernez para mayor gloria del sistema educativo.

Montero comienza a atisbar un esplendoroso horizonte en el que todas las palabras acabadas en a son femeninos, incluso las desinencias de las conjugaciones se han feminizado si se demuestra que se refieren a una mayoría más una de féminas. Una utopía en la que se ha prohibido la arroba por consistir en una o que rodea una a. Es decir, en una larvada reedición del insoportable masculinismo.

Entonces, y sólo entonces, se habrán acabado los problemas para las mujeres.

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