Fantasías animadas

Escrito por Mar Mascarás el .

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Soy un ser dado a la dispersión, que le vamos a hacer. Mi capacidad de concentración puede ser intensa o sencillamente ínfima y mi pensamiento puede trasladarse de un extremo a otro de mi cerebro, en un extraño pero continuo hilván de ideas que no necesariamente tienen que ver entre sí.

Pienso con frecuencia en las sesiones de cine dobles de antaño, cuando Madrid era un hervidero de salas donde se podía elegir entre cine de estreno, reposiciones de viejas películas o clásicos atemporales. Ahora, muchas de estas salas se han reconvertido en tiendas de ropa, zaras, mangos, haches y emes, establecimientos de comida rápida, o lo que es peor, han quedado completamente abandonados, transmutados en enormes edificios fantasmas. Espacios para la cultura devorados por el frenesí consumista. Hoy apenas quedan en Madrid capital una treintena de salas, unas pocas más que en 1923.

He tenido la gran suerte de vivir la época dorada de la exhibición cinematográfica en Madrid. En la década de los 70 se podía elegir entre 500 salas, una amplia cartelera que daba para todos los gustos. Con la desaparición de muchas de las salas históricas, edificios emblemáticos que dieron carácter a esta ciudad, hemos perdido parte de nuestra identidad. La Gran Vía ya no es lo que era, se ha transformado casi exclusivamente en una inmensa zona comercial.

Desgraciadamente, otros símbolos madrileños siguen cayendo sin que nos demos cuenta. El Tío Pepe no va a regresar a su lugar habitual, aunque parece que ya le han encontrado nuevo emplazamiento en la misma Puerta del Sol. Lo  veremos pronto y puede que su antigua posición privilegiada la ocupe más tarde o más temprano una manzana. El gigante americano encontrará la forma de saltarse a la torera la restricción municipal sobre publicidad en el casco antiguo después de haber propiciado la marcha definitiva de este emplazamiento del histórico luminoso. Puede que Apple convenza a los miembros de la comisión del Patrimonio Histórico de la conveniencia de sustituir con su moderno frutícola logotipo comercial a la botella de brandy jerezana.

Pero estaba hablando de cine, de las tardes robadas a la universidad para escapar a sesiones dobles, triples o a largas maratones de viernes a sábado en el Griffith, donde podías disfrutar en una sucesión continua de El Gatopardo, Zelig , Dersu Uzala, La Reina de Africa... Eran otros tiempos. Nada de televisión 24 horas, ni privadas, ni autonómicas, ni TDT, ni por supuesto, nada de Internet. Vivíamos bajo el reinado de la máquina de escribir, de las Beta y las VHS, pero sobre todo del cine en pantalla grande.

Recuerdo el estreno de Ran y el sentimiento de insatisfacción cuando a mitad de la proyección se quemó la película; la primera vez que entré en el Alphaville para ver El enigma de Kaspar Hauser, mi primera versión original subtitulada; la cara de asombro de mi madre cuando me acompañó a la Filmoteca, entonces en la calle Princesa y se tuvo que poner aquellos cascos por donde se escuchaba la traducción simultánea; las largas colas del Alexandra provocadas por el éxito de Europa, de Lars Von Trier; El Dúplex, en la calle General Oraá, donde vi por primera vez West Side Story...

En aquellos años que ahora parecen tan lejanos, la diversidad de proyecciones en la cartelera le permitía a cualquier aficionado cincelarse con paciencia su propia memoria cinematográfica. Y lo que no llegaba a las salas también era accesible por otras vías. TVE programaba entonces numerosas cintas de su amplia filmoteca de cine clásico, en blanco y negro, sobre todo americano, pero no exclusivamente. Todavía guardo una digna y extensa videoteca, un catálogo de lujo personal. Algún día tendré que deshacerme de ella aunque no haya conseguido reponerla al completo en formato digital. Muchas de estas cintas las grabé durante su emisión en televisión, casi todas con el logo antiguo de TVE2. Ahora, nos queda Cinemateka y TCM, pequeños reductos donde aún se puede realizar algo de arqueología cinematográfica y una ventana abierta al cine internacional no comercial.

Añoro esos años. Disfruté horas infinitas de historias. Mis películas favoritas cada vez tienen más edad, pero han ido cogiendo cuerpo, como el buen vino. Sin embargo, mi curiosidad audiovisual sigue muy viva, solo que ahora me resulta mucho más difícil alimentarla satisfactoriamente.

El cine actual suele pecar de algunos defectos que me resultan insoportables. ¿En qué manual del buen hacer cinematográfico dice que la música debe estar como mínimo tres decibelios por encima de los diálogos? Me aburre sobremanera ver películas a cuyas bandas sonoras se les ha adjudicado el desagradable rol de crear el perfil emotivo de la historia: aquí debe usted llorar, ahora tenga usted miedo, mire cuanto amor se va a desparramar a continuación...

Hace unas semanas fuimos a ver Ida, de Pawel Pawlikowski. Una película en blanco y negro, donde el silencio reina por ausencia de música extradiegética y un uso cuidado, escueto y justo del diálogo. A mitad de la cinta, unos músicos que han terminado de tocar en un baile típico de hotel, atacan en un momento de intimidad musical una pieza cuyos primeros acordes reconozco al instante, Naima de Coltrane. Me sorprende, por inesperado. Una sonrisa se me escapa y esta película triste, hermosa, adquiere una virtud más, la del uso preciso, adecuado de la música como un elemento más del lenguaje , sin inundarlo todo sin ton ni son.

Si, sigo encontrando películas únicas, singulares, pero me resulta mucho más difícil descubrir joyas entre tanta basura audiovisual. A pesar de que las salas de cine vayan en franca disminución (esperemos que no desaparezcan nunca) vivimos una época de difusión masiva. Consumimos imágenes continuamente, a través de una variedad de medios cada vez mayor y en diversidad de formatos, pero la belleza del cine se pierde entre la mala hierba. Los nuevos espectadores, educados en este consumo masivo sobre todo a través de la televisión, carecen sin embargo de recursos para entender un lenguaje cinematográfico complejo. Confunden acción con velocidad, convierten el blanco y negro en sinónimo de antiguo, esperan una continua verbalización que explique las tramas... carecen de una verdadera cultura cinematográfica. El lenguaje rápido, casual de la televisión que han asumido como genérico no les permite apreciar la sutileza, la expresividad de un lenguaje que no tiene porqué ser simplista.

Una película donde hay silencios y la música es un sonido más generado por la propia historia, donde los personajes no pasan de una secuencia a otra sin dejar de hablar, donde el ritmo lo marca la trama y no la música o un esquema de guión prefabricado, donde la acción es la que mueve a los personajes y no una carrera de obstáculos, donde se utiliza el blanco y negro en lugar del color... no es por definición una película aburrida.

He leído muchos libros sobre cine y he asistido a muchas clases de historia cinematográfica, pero casi todo lo que sé sobre cine, lo que realmente importa, lo aprendí mirando a una pantalla blanca donde se proyectaron miles de historias, fantasías animadas, sueños grabados en celuloide, casi siempre en salas madrileñas, muchas de las cuales cerraron sus puertas en los últimos 30 años. Algunas veces paso por delante de alguno de estos edificios vacíos y espero que en su interior sigan viviendo los miles de personajes que habitaron en su pantalla creando una película sin fin, como una Rosa Púrpura del Cairo continua.


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