LA MEMORIA EN IMÁGENES II. Patios

Escrito por Mar Mascarás el .

Baño en el patio

No podíamos dejar de mirarlas. Nos incorporábamos sobre el asiento trasero, nuestras caras pegadas al cristal. Las monedas caían una a una en la hucha y el luminoso sobre el edificio de Caja Postal nos atraía magnéticamente. Como todos los domingos volvíamos en nuestro simca 1000 blanco de visitar a los abuelos. En cuanto el coche enfilaba el tramo de La Castellana hacía Atocha a la altura de Cibeles, mis padres nos despertaban para que las viéramos caer. Siempre nos quedábamos fritos en el trayecto de vuelta a casa.

Vivíamos en la colonia Marconi. Situada entre Villaverde Bajo y San Cristobal de los Ángeles, la colonia era como una pequeño oasis en el interior de una zona industrial. Colegio e iglesia, club social con bar, comercios, todo concentrado en la plaza junto a una de las grandes entradas a la inmensa fábrica de componentes electrónicos y telecomunicaciones, un complejo arquitectónico de 17 naves símbolo de la arquitectura de posguerra gracias al auspicio estatal.

Fue una infancia como la de todos en aquella época, de patios, de calle, de canicas y chapas, de carreras, triciclos y bicicletas, de polvo y caídas, de bocadillos de pan con mantequilla y azúcar. Compartíamos patio con el resto del bloque de aquellas casas bajas de solo dos pisos. Y en los patios, columpios caseros, piscina hinchable y ducha en verano, árboles, arena, gatos...

joseteJugábamos a coger lagartijas que mi hermano destripaba después para ver cómo eran por dentro. Le recuerdo en el patio, siempre con alguna costra o alguna herida en los brazos, en las piernas o en la cara, con el balón o con su enorme caja de canicas, haciendo recuento de sus trofeos. Por las noches hablaba en sueños y me despertaba. Al día siguiente nunca se acordaba de nada. Yo aún recuerdo lo que decía.

Éramos los pequeños de la familia, llegamos de rebote. Durante esos años, antes de que nuestras hermanas se fueran de casa, Marconi comenzará a decaer, la colonia a quedarse desierta y nosotros nos mudáramos a un pueblo del sur de Madrid, compartíamos habitación y literas. Discutíamos y nos peleábamos con frecuencia cuando jugábamos juntos. A ninguno nos gustaba perder y terminábamos a la gresca. Teníamos esa curiosa relación que se da entre los hermanos. Aunque nos peleáramos a muerte, mis muñecas acabaran descabezadas y mi cabeza llena de chichones de los golpes que me atizaba con sus camiones, no soportaba verle sufrir. Da igual que fuera por una pelea con sus amigos, por una bronca de mamá o porque le quitarán las vegetaciones. Si él lo pasaba mal, yo también.

Vivíamos casi en mitad del campo y en los enormes patios que rodeaban aquellas casas solían ser habituales las lagartijas, las ratas y, por supuesto, los gatos callejeros. Teníamos una extraña relación con todos ellos. Los gatos formaban parte de nuestra familia. Iban y venían a su antojo, los bautizábamos para identificarlos cuando hablábamos de ellos, los acogíamos en casa cuando se acomodaban, cuidábamos y nos encariñábamos de sus crías, pero no nos pertenecían. Un día saltaban por el muro del patio y tardaban semanas en volver a aparecer.

Las ratas, sin embargo nos producían una mezcla de miedo y repugnancia. Un verano descubrimos una camada de unas 20 crías recién paridas entre los lilos. Parecían indefensas, pero allí estaban, aún sin pelo, seguramente aún sordas, arremolinadas unas con otras en su nido improvisado en la parte este del patio. Decidimos enseñárselas a papá. Ya nos las volvimos a ver. Supongo que las haría desaparecer de un modo discreto.

Una de esas noches que volvíamos a casa, nos despertamos con un frenazo brusco ya en el interior de la colonia. Recuerdo abrir los ojos en mitad de ese sueño profundo que nos producía el rumrum del coche. En medio de la noche, la calle tranquila y apenas alumbrada por unas cuantas farolas, papá corría detrás de una enorme rata. No recuerdo si la alcanzó; sí, nuestras risas nerviosas. Él, que disfrutaba tomándonos el pelo con esa sonrisa pícara bajo su bigote y sus ojos chistosos, decía que había ido a la caza. Nosotros poníamos cara de asco porque ya conocíamos la historia: las ratas habían sido uno de sus alimentos durante la guerra. "A buen hambre, no hay pan duro". Nunca supimos si creérnoslo del todo.

Era un mundo en blanco y negro, como la televisión. En las fotos algunas cosas no son cómo las recuerdo. Los muros de los patios agrietados, las verjas descuidadas, las casas abandonadas. Tengo un recuerdo de aquella época teñido por un sentimiento generalizado de felicidad. No teníamos mucho, pero nunca sentí que nos faltara nada. A mi alrededor el mundo se movía despacio y un firme círculo familiar me protegía del exterior.


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