Necesito un ejército

Escrito por Daniel Prieto el .

Era uno de esos atardeceres en que los coches circulaban con los faros encendidos. El cielo se cernía triste y gris sobre la ciudad. Faltaban cuatro días para la noche de fin de año. Los centros comerciales estaban llenos, las cafeterías estaban llenas, los hospitales estaban llenos... Mientras ocurrían cosas importantísimas yo leía los periódicos. Poetisas de dieciocho años contaban emocionadas cómo sentían la poesía dentro de su ser, funcionarios municipales explicaban lo reconfortados que se sentían al integrar a la numersosa comunidad caboverdiana, más políticos implicados en viejas tramas de corrupción saltaban a la palestra, en las páginas de opinión y en los editoriales se realizaban enconadas loas sobre la presunción de inocencia y sobre el “irreparable daño” que los “jueces temerarios” causaban a los involucrados, voces a favor y en contra de la nueva ley del aborto, anuncios de putas y la programación de televisión en las últimas páginas. La misma porquería de siempre.

ejercito7De repente comenzó a llover. Un cliente entró por la puerta de la pizzería. Cerré el periódico y le saludé. Sin contestar, se sentó en la barra y empezó a mirar la carta, a estudiarla, frunciendo el ceño. Me quedé de pie frente a él mientras dejaba el periódico en su sitio, sin moverme de donde estaba. Saqué el bloc de notas y el bolígrafo del mandil. Tendría unos cuarenta años, su rostro estaba surcado por varias cicatrices. Sus manos, duras y ásperas, parecían las de un trabajador. Pensé que aquella incomunicación que habíamos establecido podría ser similar a la que podríamos tener en el cementerio, metidos en nuestros nichos, aunque la diferencia es que allí estaríamos muertos del todo.

-Una pizza de jamón con queso grande para llevar y una Estrella para tomar aquí.
-Muy bien. Enseguida.

Era cliente habitual. Venía cada fin de semana. Miraba la carta mientras ponía aquella cara de gilipollas, como si estuviera leyendo un testamento, y al final siempre pedía lo mismo. Siempre la misma chorrada.

Como estaba solo, después de ponerle la cerveza yo mismo fui a hacerle la pizza. Él se quedó allí, mirando la tele en el local vacío y decrépito, mirando al infinito. Echaban la primera de "El señor de los anillos". El malvado mago Saruman hablaba con Saurón a través de una bola de cristal. El señor oscuro necesitaba un ejército. Ya éramos dos.

ejercito2Puri siempre me dejaba las masas preparadas y los ingredientes cortados en sus receptáculos correspondientes. Cogí una masa. Tenía una cucaracha muerta, yacía en el mismo centro. Qué casualidad. Estaba tumbada boca arriba con las patitas estiradas y ligeramente entrecruzadas a causa de los estertores. Debía de haber entrado en la nevera dentro de alguna verdura o algo así. Había intentado huír del frío hasta que falleció en el preciso centro geográfico de aquella masa estirada que estaba a punto de preparar. Levanté el molde y tiré el insecto a la basura, sin ceremoniales.

La salsa de tomate y el queso rayado se guardaban dentro de cubos de plástico que nunca se lavaban. Simplemente se iba echando más tomate y queso frescos sobre el tomate y queso putrefactos, según la demanda. Ese parecía ser el secreto del excelente sabor. Y es que aquellas pizzas gustaban a todo el mundo. Eso parecía darles la consistencia precisa, ese mágico gusto intermedio entre lo rancio y lo fresco, emtre lo abyecto y lo sublime. Cogí un puñado de tomate con el cucharón y lo repartí con las manos uniformemente por la superficie de la masa. Recordé que hacía un rato me había metido el dedo en la nariz, pero no le di demasiada importancia. Al fin y al cabo, mi nariz era un lugar bastate más limpio que aquel restaurante.

ejercito4El queso rayado lo cogí directamente con las manos y lo espolvoreé sobre la pizza. También recordé que había ido a mear y no me había lavado las manos. Tampoco le di relevancia, porque había decidido no hacerlo a propósito, porque estaba seguro de que la piel de mi picha estaba muchísimo más limpia que aquel cuarto de baño. Era una de mis manías. Jamás me lavaba las manos cuando meaba fuera de casa y tampoco tocaba nada que no fuera yo mismo, así que era habitual que abriera puertas con pies y codos y solía accionar las cisternas de los meaderos de pared con una patada frontal. Era para lo que me habían servido mis clases de taekwondo de adolescencia. Nunca usaba los secadores de manos automáticos, me parecían asquerosos. Usaba siempre papel para secarme y para evitar tocar nada con mi piel cuando no había otro remedio. El problema es que en España, por algún extraño motivo, ese papel jamás se repone de los cuartos de baño. Así que no pasaba nada. Incluso si me hubiera mojado los dedos con mi pis, no creía que supusiera riesgo alguno para la salud del cliente. Estaba casi seguro de que no tenía ninguna enfermedad contagiosa y ¿qué es el pis sino el agua que mi cuerpo depuraba de los refrescos que tomaba?

El jamón estaba cortado en pequeños cuadraditos. De nuevo usé mis manos para ponerlo encima del queso. Metí la puñetera pizza en el horno. En unos diez minutos estaría lista.

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