Ejército yonqui (Madrid-Chernobyl)

Escrito por Bonifacio Singh el .

yonqui1

Madrid tiene síndrome de Diógenes. En Madrid el aire arde como en el desierto del Sahara. Cuando sopla del Sur te abrasa la cara. En las noches de verano buscas la más mínima brisa. A las doce de la noche el termómetro marca treinta y ocho grados. Cuando la temperatura supera a la de tu propio cuerpo la sensación es de no poder respirar, y entonces no sabes si la asfixia te la provoca el tiempo o el calor. Mis padres compraron dos colchones de muelles de ochenta de ancho. Dormíamos en dos camas mueble perpendiculares que recogíamos por las mañanas. Antes de los muelles descansábamos sobre goma espuma. Se hacía un hueco sobre ella como un sarcófago con la forma de nuestros cuerpos. Los muelles fueron una bendición, como dormir en la puta Zarzuela. Un colchón era más blando que otro y también se fue deformando como los antiguos, el mío. Te tumbabas sobre él y te hundías hasta el fondo abisal. Mi hermana se casó joven y heredé su cama perpendicular a la mía y su colchón, algo más duro. Cerramos una cama mueble para siempre. Los muelles del somier fueron cediendo con el tiempo. yonqui2Compramos unas lamas de madera que pegamos con cinta aislante atravesadas imitando a las láminas del somier de comfort que anunciaba en la Teletienda. Con los años el forro del colchón comenzó a ceder y a romperse, a salirse los muelles hacia fuera. Yo le hacía agujeros y le metía trapos para recuperar el mullido, pero al cabo de unos días los muelles volvían a brotar en plan hijoputa. Eran espirales rematadas en puntas como de aguja. Me despertaba por las mañanas con algún puntazo en las piernas o en el cuerpo, el colchón me atacaba, parecía un puercoespín. Pensaba muchas veces en comprar un colchón nuevo, pero me parecía un gasto demasiado grande, un dispendio económico, un lujo para mi puta pobreza. Veía anuncios en la tele que decían que si tu colchón tenía más de cinco años ya no tenías colchón, no añadían “hijo de puta” a la frase, pero se sobreentendía. Mi colchón tenía casi veinte años, y vida propia, me apuñalaba por la espalda por las noches. Nunca me había meado sobre él, aprendí a contener mis esfínteres desde muy pequeño, a cerrarlos a cal y canto ante las amenazas de entrada y de salida, pero el colchón se vengaba de mí lacerándome como a Jesucristo. Pero, a pesar de todo, al llegar a casa me tumbaba boca abajo, cogía la postura, y mi cama de pinchos era el puto paraíso. Ahí fuera estaba el infierno, pero sobre mi cama podía refugiarme de toda la mierda del mundo. Dí la vuelta la colchón, pero el paño estaba tan gastado que los muelles salían por todas partes. No podía resistir más. No tuve más remedio que comprar uno nuevo por internet, el más barato que encontré, de ochenta centímetros de ancho para que cupiera en el hueco de mi jaula. Llegó el nuevo. Esperé a la noche para bajar el viejo al contenedor de basura. Cuando bajas un colchón a la calle usado en Madrid todo el mundo va diciendo que te has meado, que por eso lo tiras. Lo dejé al lado de los cubos de basura, que olían a mierda podrida como siempre en Madrid, recé una breve oración por él y me subí a casa. Abrí una Steinburg y salí al balcón. Brindé por él, era un cabrón, pero había sido mi cabrón. No pasaron ni cinco minutos cuando apareció un rumano por la esquina, lo vió y se lo llevó al hombro. Me tumbé sobre mi flamante cama nueva. Ya no era lo mismo aquel jergón, pera bien y para mal. Pasó el tiempo, que todo lo jode y lo pudre, y mi cueva refugio se tornó en prisión, y ahora quiero salir de aquí pero no puedo, hay unos barrotes invisibles que me lo impiden. El colchón nuevo está ahí y, poco a poco, se está deformando, convirtiéndose en ataúd o en sepulcro antropomorfo. Y fuera hace un calor de perros, como siempre en Madrid por estas fechas. Salgo al balcón, pero no corre ni una brizna de aire seco. Sudo como una fuente sobre mi cama durante esas noches mágicas abrasadoras del Madrid del verano.

Madrid, tengo síndrome de Estocolmo de tus calles. En mi calle vivía una familia de carboneros. Vendían esa mierda que ardía para ganarse la vida. Pero llego el momento de su extinción. Empezaron a pasar hambre, ya nadie compraba carbón, las estufas comenzaron a ser eléctricas o de Butano, menuda modernidad. Quitaron el fogón de mi casa y pusieron una lavadora automática. Los carboneros se tuvieron que echar a la calle, a vender coca. Dos de los hijos de la carbonera vendían coca, el mayor y el pequeño. El pequeño jugaba muy bien al fútbol y era muy inteligente. Jugó un par de partidos con mi equipo y se aburrió. Regateaba muy bien. Cogían las armas y se iban a vender coca y hachís a Malasaña. El hermano mediano, El Palillo, se enganchó. Cuando yonqui3hicieron bastante dinero se marcharon. Robaban también por las casas y las tiendas. A mi padre también le robaron. Hicieron un agujero en el cierre y se llevaron las cosas justas para pasar las navidades. Eran simpáticos, e inteligentes. Robaban lo justo, vendían mucha coca por la ventana de su casa y por la calle. Cuando juntaron dinero suficiente se marcharon de Madrid, dicen que a Murcia. El hermano mediano estaba enganchado y se quedó aquí. Vendieron la casa y él se quedó okupándola. Empezó a robar por las casas y por las tiendas. Lo pillaban pero no le hacían nada, era El Palillo, no era mal tipo, pero necesitaba heroína y cocaína para sobrevivir. Se coló por entre las rejas de la ventana pescadería de lo flaco que estaba, robó un caja de salmonetes pero se le cayeron por el tejado al huir. Cuando ya no le quedaba nada por robar le dio por las puertas de aluminio de los portales. Las sacaba de los pernos y se las llevaba a la chatarrería de Marqués de Viana, donde las vendía al peso, y luego se las chutaba. Así hasta que sólo quedó la puerta de mi portal. Le sorprendieron varias veces intentado arrancarla, pero mi puerta tenía un enganche en la piedra del suelo de varios centímetros, y los yonkis son muy fuertes, como Supermán casi, pero muy vagos, y cuando la cosa lleva demasiado tiempo se marchan. La puerta sigue ahí, el palillo dicen que murió de SIDA en La Paz, dicen, porque yo creo que es inmortal y se habrá trasladado a Murcia con su familia, donde su hermano mediano seguirá siendo tan inteligente como era. No, creo que de su familia estarán casi todos muertos, y que El Palillo descansa en guerra, que no en paz, que sus cenizas seguramente fueron esparcidas por algún yonki por algún sucio parque de Madrid.

Madrid te hace padecer un permanente síndrome del puto Stendhal. El plaza era amigo de un amigo de mi padre. Trabajaba de paleta. Trabajaba de lo que podía. Se vino un par de veces de pesca con nosotros, pero no pescaba, sólo reía. Estábamos en un bar y entró un tío en pantalón corto. Él me dijo: “mira, una libélula”. Era gracioso, siendo gracioso se nace, no se hace uno. Mi padre le encargó la obra de nuestra tienda nueva. Mi padre se jugaba todo nuestro poco dinero. El Plaza le dio un presupuesto, llegó a nuestra casa y se lo dio, se sentó en el sillón del comedor y lo entregó solemnemente, pero yo le veía sudar bajo su seriedad impostada. Mi padre le dijo que no tenía tanto dinero. El Plaza hasta había pensado poner pegada en el centro del techo una concha enorme de una caracola que habíamos pescado en Galicia. El Plaza soñaba. Mi padre le dijo que bajase el presupuesto. El Plaza lo bajó. Mientras trabajaba estaba contento, siempre sonreía. De todo el mundo era sabido, era de dominio público, que el piso en el que vivía dos manzanas más arriba, un piso de cuatro habitaciones enorme en una finca con portero, se lo había comprado una señora veinte años mayor que él con la que se había liado con el consentimiento de su mujer. Isabel, su esposa, era simpática, y tenían un hijo también simpático, como su padre. El negocio de paleta pegó un bajón a principios de los noventa. El Plaza sólo tenía su piso, pero dinero casi ni para comer. Seguía sonriendo pero lo pasaba mal. Le propusieron un negocio. Llevar un paquete. Era un cubo. Llevar un cubo de un sitio a otro de Madrid, caminando, cinco kilos de cubo. Aceptó. A mitad de camino le paró la policía, El cubo iba lleno de coca o de heroína, qué más da. Lo metieron en prisión preventiva. Salió, por sorpresa, a los pocos meses, abochornado. Casi no salía de casa, todo el barrio murmuraba. Me caía cada vez más simpático. Me hubiera gustado ir a su piso y presentarle mis respetos, él se hubiera reído un rato, siempre reía, pero con risa de verdad. Vendieron el piso y se fueron los tres a vivir a la costa a un lugar indeterminado. Le habían hecho trabajar de señuelo en una entrega, bochornoso, pero luego le debieron pagar bien. Antes de marcharse mi padre me dijo que estuvo con él, que le contó lo mal que lo había pasado pareciendo gilipollas con el cubo, pero que no había otro remedio. Le dieron el parné y se marchó, ahí os quedáis, y me gustaría que siguiera vivo, pero no creo.

Hace poco leí que El Jaro era del Atleti. Lo leí en Twitter a un gilipollas amante del postureo del Frente Atlético, uno de esos que se va vanagloriando por las redes que mató al hincha del Depor tirándolo al río y al que la policía le hace la vista gorda. El Jaro era el jefe, o el más conocido, y El Becerril era su amigo inseparable de confianza, el tipo con el que cometió todos los robos/asesinatos/violaciones que perpetraron en los años setenta. Héroes ladrones y violadores de barrio. También estaba El Chércoles en la banda, y ese creo que sobrevive en una de esas calles del Tetuán profundo, que es como la Fosa de las Marianas pero con calles, profundidades donde sobreviven el Ictiosaurio y el Plesiosaurio y se aparean entre ellos aunque durante el cretácico fueron enemigos acérrimos. El Becerril era hijo de un héroe de Belgrado del Madrid. Eran del Madrid, gilipollas, hasta la médula. yonqui4El Becerril tenía una mano destrozada por un tiro, y siempre llevaba gorra porque decían que tenía otra marca de bala en la cabeza. Su padre jugó medio tiempo en Belgrado con un tobillo roto ante el Partizan en aquella eliminatoria que fue una encerrona que pasamos por los pelos. Eran todos del Madrid y de Madrid. Becerril padre murió en los ochenta y su hijo no mucho más tarde, dicen que de SIDA, siendo general de cuatro estrellas del ejército yonqui. El Patton de los yonquis hijo del héroe de Belgrado.

Veo en la tele que en el antiguo Barrio Belmonte un tío cuarentón empastillado a matado a otro cuarentón empastillado a la vuelta de una noche de empastillados. Dice en el periódico que uno a otro le dijo: “conmigo te has equivocado del todo” antes de apuñalarlo varias veces. Unos en el barrio dicen que el muerto era de una familia excelente, otros que se lo estaba buscando y que era un pirado, que el viernes había cobrado en la obra en la que trabajaba y que no había vuelto a casa, y que nunca más iba a volver a casa, que era domingo por la noche y no lo echaron de menos hasta que no llamó la policía contando el suceso. Íbamos a jugar al fútbol a un campo en Saconia los domingos por la mañana y atravesábamos el Barrio Belmonte, ahora lleno de viviendas unifamiliares de semilujo, antes de casas bajas, y veíamos a los yonkis hacer cola en la puerta de alguna de las casi chabolas esperando a que les vendieran algo. Ya éramos mayores y ellos ya no eran un ejército bien armado, ya no les teníamos miedo, porque de una hostia podías matar a varios de lo flacos que estaban. La heroína ya no les hacía efecto y perdieron los superpoderes de correr todo el día sin cansarse y pelear hasta la muerte sin sentir dolor físico, mental ni moral. Todos esos yonkis tienen ahora una madre anciana superviviente, que va contando cuántos hijos perdió por la droga al primero que se encuentra por la calle. Algunas perdieron incluso varios por la chuta, o eso dicen, para fardar. Madres de la droga.

Los pecados no se redimen en la iglesia
ni se redimen en casa.
Se redimen en las calles
y tú lo sabes.
Madrid síndrome de Diógenes
Madrid síndrome de Estocolmo o de Stendhal
heroinómano,
Madrid hola y adiós.
Ya no sabremos nunca
lo que hubiera pasado entre
nosotros
pero da lo mismo,
la razón es ciega
la lealtad es cobarde.
Madrid a cuarenta grados a
la
sombra.
Sorbiendo el aire
que abrasa congelado.
Madrid
verano
recuerdos casi podridos
años ochenta
Ejército yonqui bajo el puto
sol,
enfarlopados
enheroinados
porque
“puestos de caballo” suena a muy maricón.
Pilotos suicidas muy colgados
compitiendo en una Fórmula1
con coches robados,
santos hijos de puta que
no sentían
los terremotos
ni la ola
de
calor.
Ejército donde todos eran
generales,
Pattons, Zhukovs o Von Mansteins
yonkis,
brigada del chute que salvó al mundo
de la superpoblación.
yonqui6Los pecados no se redimen en la iglesia
Ni se redimen en casa.
Se redimen en las calles
y tú lo sabes.
Ejército yonqui
invadiendo
las Ardenas
en un genial movimiento de
chuta y de hoz,
metiéndose picos y
violando mujeres
sin remordimientos
como las
hordas mongolas del valiente Zhukov.
Ejército violento y revolucionario
de Robespierres sin guillotina
ni
cinturones de explosivos
ni tanques
ni submarinos
batallón de castigo
que mantuvo el orden desordenado en las calles,
gestapo añorada de la jeringuilla
infectada de SIDA
en tu cuello.
Los pecados no se redimen en la iglesia
ni se redimen en casa
se redimen en las calles
y tú lo sabes.
Debo convencerme de que
no eres transparente.
De que no soy un cuchillo
caliente
en tu mantequilla.
Debo pensar a la
fuerza
que todo lo hijoputamente humano
de lo que veo es sólo producto
de mi
imaginación
de cabrón.
Dar de comer a un pobre
o matarlo
en el fondo da lo mismo.
Los pasos de cebra ya no son de
cebra,
les quitaron el blanco para no resbalar.
La rueda gira y gira como una
apisonadora
sobre tí y sobre mí,
nunca sabremos lo que
pudimos ser
en
Madrid
Chernobyl.

Se fueron extinguiendo, poco a poco. Quedaban cuatro o cinco vivos. Peo fueron muriendo. Ya no eran lo que fueron ni daban miedo a nadie. No quedaba nada ya de aquellos temibles yonquis sentados en bancos. De aquel ejército yonqui. El ejército más potente que ha existido en la Tierra, más que Isis, más que los mongoles violadores de Zukov, más que Von Manstein en las Ardenas. Ejército yonqui en el que todos eran generales de cuatro estrellas. Me acuerdo de ellos cuando veo “Ladrón de bicicletas”, el final trucado por la censura de esta película, con la voz en off de un cura añadida que decía sin venir a cuento: “ahora se tienen el padre al hijo y el hijo al padre, dándose la mano como esperanza de un futuro de amor entre las personas con cristiana solidaridad”. Ellos también eran del ejército yonqui.

En la puerta de los Cines Renoir había un tipo yonqui. Formaba parte de esa especie ya en vías de extinción. Yo me hice protector de la especie. Al principio le gritaba cuando se ponía muy pesado, pero luego nos hicimos amigos. Me recordaba a ese otro yonqui barbudo que recorría la calle Bravo Murillo de arriba a abajo pidiendo “veinte duros para un litro” a todo el que se lo cruzaba, y a veces tenía éxito ante la gente a la que sorprendía, hasta que le dieron de hostias y desapareció quién sabe dónde. yonqui5Pues este otro chaval y yo desarrollamos una amistad extraña. Es a la única persona a la que he dado dinero, a la que yo no he robado. Él hacía su papel victimista, pero sabiendo que yo no le creía, y yo interpretaba al tipo que le creía, aunque él sabía que no. Nadie quería ni tocarlo, caminaba sucio, llevaba el pelo largo mal cortado como cortado con hoz, como yo, pero yo no escurría el bulto ante sus abrazos, me sabían bien, y le daba cincuenta céntimos o un Euro, una fortuna para mí. La gente a veces le compraba hamburguesas en el Burrikín, pero creo que no se las comía, él pedía para chutas y para abrazos, pero sobretodo para lo primero, a mí no podía engañarme. Me abrazaba una y otra vez cuando me veía por la calle, y yo le daba algo de dinero, yo que soy casi tan pobre como él, y eso nos hacía felices, y creo que él sigue vivo, pero ya sólo se pasa de vez en cuando por el lugar, por este Madrid nuestro que ahora se parece cada vez más a Chernobyl poco antes del accidente.

Me asomo a mi balcón a tomar el caluroso fresco. Una yonqui superviviente camina a toda velocidad por la calle. Casi cincuentona, desdentada al ritmo de Usain Bolt. A pleno sol. Va con una camiseta de hombreras y unos pantalones cortos raídos. El viento sur sopla que abrasa, cuarenta grados a la sombra. Son las tres y veinticinco de la tarde. Un tipo medio borracho descansa bajo la sombra de un toldo verde reseco, sobre la mesita de fuera de fumar de un bar, la ve y le dice “¿no tienes calor?”. Ella le responde a voces de yonqui, con garganta seca cazallera, sonriendo: “quiero ponerme morenita”. Lo repite tres veces, hablando a trompicones, mientras repta por el asfalto a toda velocidad. Él le contesta: “¿Quieres que te ponga crema?”. Descansando en la esquina, en cualquier esquina, con la maleta con todo lo que te queda en la vida en la mano. Descansando en una esquina o sobre un colchón de púas. Descansando sobre la espalda de Madrid. Madrid. Madrid Chernobyl.

<para Benny, para Gernika y para Suit Llein>


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