Estaciones

Escrito por Bonifacio Singh el .

 

Estación 1. Jugábamos a las máquinas en los bares, como cada verano. Nos aburríamos. Teníamos que estirar el dinero todo lo posible, desarrollar habilidades imposibles. Pasábamos el rato con cualquier balón que nos llevábamos al pié o a la mano, nos encantaba tirarnos pedradas. Bajábamos al Parque Sindical caminando, cuando todavía no habían talado los árboles del Paseo del Rey para ampliar la maldita M-30. Y ese día compramos en El Corte Inglés el disco de “Serrat en directo”, y lo estrenamos en el flamante tocadiscos nuevo. Escuchábamos “La aristocracia del barrio”, dándole las interpretaciones más disparatadas, las que sólo cobraban sentido en nosotros mismos. Imaginábamos que Serrat era un tipo que utilizaba siempre el doble sentido, haciendo veladas alusiones sexuales en todo lo que decía. Seguimos corriendo, arriba y abajo. Los descampados empezaron a llenarse de casas y arrancaron las moreras de las que cortabas las hojas para engordar a tus gusanos de seda. Yo sigo vivo. Tú te ahogaste en una excursión del instituto. Nadabas aun peor que Jeff Buckley, nunca nos gustó el agua. Corrías como un demonio asustado, yo no podía alcanzarte por más que entrenaba.

Estación 2. Era la típica mañana de septiembre. Aquel infecto lugar olía que apestaba a polvo y a orín (eufemismo para decir que olía meados). Comencé a darme cuenta de que todo lo que yo me imaginaba era mentira, que aquello no iba a ser muy agradable. Del silencio total me rescató un tipo con los pies demasiado grandes, uno de esos espíritus a los que invoco, allá donde esté, cuando el miedo no me deja respirar. Los que me hacían llorar se hicieron mis amigos porque estaban tan asustados como yo. Aprendimos a escondernos en las profundidades de cada uno. Me metieron el odio en el cuerpo con tenazas, les deseé la muerte de todas las formas posibles Ya nada volvió a ser lo mismo. Soñábamos con comprar aquellos edificios, demolerlos y echar sal en sus ruinas, al estilo de lo hecho con Cartago, para que nada volviese a crecer allí. También con que un asteroide cayese sobre aquel lugar con todos dentro. Los años se hicieron largos, pero no eternos.

Estación 3. Me estaba creciendo un asqueroso bigote, un bozo que me resistía a rasurar. No recuerdo cual era el juego al que jugábamos, pero quedamos aquella tarde con la excusa de la máquina de aquel bar. Tú llegaste con más de media hora de retraso, cuando estaba a punto de largarme. Te rompiste un hueso jugando en la playa y yo fui a buscar una muleta por todas las farmacias de guardia del pueblo para que pudieras caminar. Compré aquel disco de Dire Straits que hoy me parece tan estúpido, y adornaba las cartas que te enviaba con frases que no entendía del “So far away”. En la boca del metro de La Latina me di cuenta de que no nos volveríamos a ver, y me jodió bastante el destino inexorable, ser consciente de él. Me enteré de que tu padre se arruinó con el bingo y las cartas; debisteis sufrir, aunque el pobre no parecía mal tipo, sólo andaba perdido en la oscuridad, como todos nosotros.

Estación 4. Me moría de ganas de huir, pero estaba cagado de miedo. Pagué los platos rotos de mi propia estupidez. Sólo como una rata entré en aquella clase de niños medio malos, y me sonó tu cara. Me dijiste que dejara de preocuparme, que aquello ya había pasado a la historia, que ésto era otro mundo, que le diesen por el culo a todo lo pasado. Resucité de unas cenizas que nunca habían ardido. Decíais que yo era una mezcla racial entre siniestro, borracho y hardcoreta. Me ponía la que se sentaba delante, y luego me enteré de que su abuelo, en tiempos remotos, había delatado al mío. Me siguió poniendo durante algún tiempo. Jugamos nuestras cartas como pudimos y nos fuimos encaminando cada uno hacia su ninguna parte. Supongo que seguiréis yendo al Calderón hasta que lo derriben, pero yo, ya lo sabéis, soy vikingo hasta la muerte. Y es cierto, por mí ha pasado poco el tiempo, casi ni me he movido.

Estación 5. Fueron los años de la gran glaciación post Wündt; pasamos un frío que te cagas aquellas noches que volvíamos andando a casa borrachos. Paseábamos por las calles como los dos personajes de “Midnight cowboy”. Yo te sigo admirando porque no dudo que habrías caminado por Madrid vestido como John Voight si te hubiese dado la puta gana. Nos lamentábamos de los amigos tan asquerosos con los que la lotería vital nos había agraciado. Hicimos aquel viaje en tu coche destartalado, gastamos más aceite que gasolina. Escuchábamos en el casete a Silvio Rodríguez y su “Al final del viaje”. Teníamos más J.B que sangre en las venas y por aquel entonces no hacían test de alcoholemia. Poco a poco las carreteras que antes recorríamos juntos nos fueron separando. Ya no olía tanto a gasolina y sí mucho más a hollín. Siempre sueño con que apareces de repente y me rescatas, con que nos largamos al fin del mundo a quemar el camino. Es una pena que ya no seamos los mismos. Me moría de frío aquella noche durmiendo sobre aquel banco, pero estábamos hechos de hierro.

Estación 6. Casi estrellaste cuesta abajo mi desvencijado Renault 11, pero fue por una buena causa. Ese verano fui el tuerto en el país de los ciegos. Todos me odiaron por juntarme contigo. Si la Guardia Civil nos hubiese parado nos habrían metido en la cárcel. Los otros tres dormían en el asiento de atrás mientras sonaba en la radio una vez más Silvio diciendo aquello de que quería ser el batiscafo de tu abismo, y tú comentabas, un poco cursi, que la canción te reflejaba, pues sentías que tenías el corazón con muros. Se veía a una legua que sólo lo decías por caerme bien. Y entre drama y comedia llegamos trovando a la edad media. Tus enemigas dicen que has engordado mucho; la verdad es que da lo mismo, olías demasiado bien como para tenerlo en cuenta; ni mi perra ni yo tendríamos problemas para seguir tu rastro.

Estación 7. Las fiestas navideñas sabían cada vez más a rancio. Ellos se reían todo el día y yo decía que me importaban una mierda. El turrón se conservaba fatal fuera de la nevera porque se derretía, y si lo metías dentro se filtraba sobre su superficie un extraño sabor a hielo carbónico. Hacía tiempo que, por arte de magia, había comenzado a distinguir las palabras de las canciones en inglés. Me divertía exhalar vaho cuando salía a la calle. Me gustaba la niebla y el frío, aunque odiaba el invierno. En esos días, en los que tenía menos que nada que hacer, recorría a pié de arriba abajo la calle Bravo Murillo; luego bajaba Fuencarral y volvía, tomando el metro en Gran Vía, en dirección contraria hacia el barrio. Una tarde cualquiera de un día cualquiera regresé a casa, rasqué un rato en la guitarra el Hallelujah del señor Cohen y, tras ver los programas televisivos de turno hasta las cuatro de la madrugada, me eché a dormir en mi catre. Por la mañana remoloneé todo lo posible bajo el calor de las mantas soñando con los habituales sueños imposibles. Cuando me levanté y arrié la persiana me di cuenta de que ya no flotaba en esa eterna fase preparatoria en la que uno imagina lo que quiere llegar a ser, en esa etapa en la que se desea construir, sino que lo que estaba delante era mi vida, y que el futuro se encontraría ya, para siempre, situado en el presente. Ya no habría vuelta a atrás.

Puedo dejarte
el polvo en la cuneta
la tristeza
las heridas
sueños y asfalto
piedras de mi zapato
falsas visiones.
Pero recuerda
que no hay más que nada
más allá
de lo que te digo
de la sombra que reconoces
como tuya.
Respirar es suficiente
caminando con cuidado
sin agarrarse
a la inercia sin fin
a la borrachera de colores
de grises y de negros
para cuando o hacia donde
corren los días.


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