La piel dura

Escrito por Bonifacio Singh el .

Llega el verano a la gran picadora de carne. Madrid se convierte en la parrilla de San Lorenzo. Es la gran Luperca que amamanta a sus fieras iracundas achicharradas sobre sus siete mil colinas. La ciudad ha cambiado, los taxistas me adelantan a toda velocidad, por la derecha y por la izquierda. Los antiguos “pelas” siempre caminaban a paso de pisar huevos para esquilmar con desdén a sus clientes. Pero ahora se ha impuesto el estilo de conducción propio de un pakistaní neoyorkino. Una vez uno de esos pakistanís me llevó a toda velocidad hasta el Waldorf Astoria, y sobreviví. Me gustaría volver por allí, pero ya dudo de si podré alguna vez. En las noches de Madrid en que no sopla ni siquiera el viento abrasador, uno de mis dos tíos octogenarios no enciende el aire acondicionado de su casa por temor a constiparse. Prefiere sudar sobre el colchón, una salada piscina olímpica de sábanas. Él, que hizo la mili entre las gélidas tropas de alta montaña de Jaca, después de que le echasen del cuartel de la calle Canarias por robar. En mi cueva no hay aire acondicionado, ni lo habrá, porque soy el guardián de su memoria, quieran o no quieran. Como mucho tendré un ventilador comprado en los chinos, porque detesto el ruido de fondo de vuestros aparatos refrigerantes.

Mi otro tío de más de ochenta tacos, sólo dos años menor que el anterior (hijos de polvos únicos en años alternos), descansa sobres su catre con un brazo escayolado. En su casa, cuando el termómetro se dispara, comienzan a aparecer impepinablemente las cucarachas. Madrid está taladrado hasta el tuétano por ellas. A mi tío se le ocurrió perseguir a una para asesinarla a sangre fría, con saña, tropezó y cayó al suelo junto a la nevera. Lloró su mala suerte. Ella escapó bajo los muebles carcomidos. Él, que minimiza todos los riesgos al máximo, que hace años que no sale del kilómetro cuadrado de alrededor de su morada, que tiene tanto miedo a la muerte, va y se descojona un brazo en su propia cocina. Él, al que metieron en la cárcel de Carabanchel unos días por robar las baterías del motor de un avión, de un caza de los americanos de Torrejón. No pudieron probar nada y le soltaron. Mi madre fue a verle a la prisión y lloraron al saludarse a través de los barrotes. Las baterías estaban escondidas debajo de la pila de la cocina de mi casa, con las cucarachas haciendo guardia. Esquilmar a un yanki debería estar siempre potenciado mediante incentivos, por pura estética. Alimentar a las cucarachas da sus frutos, acabamos sintiendo simpatía mutua.

piel3Trabajé un verano para un periódico catalán que quería hacer las Américas en Madrid. Lo dirigía un tipo con cara de podenco al que habían nombrado cronista oficial de la Villa y Corte. El hombre tenía tanto oficio como cara de culo, y me torturaba mutilando mis textos con la excusa de “demasiada literatura”. Tenía toda la razón con lo de “demasiada literatura”, soy un exagerado. Una mañana de agosto fui a una rueda de prensa, y cuando regresé me llamó a capítulo a su despacho. Me dijo que no se podía ir en pantalón corto a esos actos oficiales. Yo nunca preguntaba nada en las ruedas de prensa, no me interesaba absolutamente nada de lo que contaban en ellas sobre Madrid. Siempre en esos lugares me han mirado raro. No por no preguntar, sino porque me gusta llevar pantalones cortos en vez de corbatas, y ellos pasaban mucho calor y cierta envidia al observarme. Lo triste es que aguanto las temperaturas extremas algo mejor que la media humana, mis cojones y yo tenemos esa especie de termostato particular que no nos hace sentir el frío, el calor e incluso, muchas veces, el dolor físico. Pero no podemos controlar el asco hacia el prójimo.

El veinte de julio de hace cuarenta y cinco años, Armstrong aterrizó sobre la luna. Me refiero al astronauta, no al ciclista. Nada más bajar del módulo lunar y de decir sus famosas y estúpidas trascendentes frases, él y Aldrin observaron con estupor que había huellas anteriores a las suyas. Eran, sin duda, marcas de patas de lobo. Detrás de unas rocas pudieron ver a Luperca, escondida, enseñándoles los dientes. Su mirada les atravesaba la piel. Juraron no contar nunca lo sucedido. Borraron las huellas con una escoba que llevaban en la nave. Armstrong quería pasar también la fregona, pero Aldrin no le dejó. Las fotos de todo lo acaecido se encuentran guardadas bajo siete llaves en lo más hondo del Area 51, aunque también se comenta que existe una copia pirata en la caja fuerte de Bárbara Rey. Cumplo los años en el mes de julio. Siempre me regalaban dinero. Odio a los que regalan dinero y las fiestas artificiales. Tenía que asistir a mi propia celebración a regañadientes. No me gustan los cumpleaños, ni las bodas, los bautizos o las comuniones. El dinero no compra tiempo, el tiempo dobla la cerviz ante la muerte; piedra, papel o tijera. Todos buscan excusas para sobrevivir, y las respuestas que quieren escuchar. Quieren que les cuentes que es absolutamente seguro que mañana volverá a salir el sol, aunque sea abrasando, y que les concederá una prórroga de unos días más. El año termina el 31 de agosto, la nochevieja discurre durante la primera noche de septiembre. Coartadas para seguir corriendo sobre la piel dura de Madrid. Puede que mañana nos volvamos a encontrar.


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