Hotel Dios (I): "Sacristía"

Escrito por Ágata G. Bové el .

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Soñaba. Pero el despertador sonó como siempre. Un sonido de campana algo ensordecedor. Golpeó con fuerza la parte de arriba del reloj para apagarlo. Siempre a la misma hora todos los amaneceres, a las siete menos cinco de la mañana. Apartó las mantas a un lado y se sentó sobre la cama unos segundos. Estiró los brazos y se frotó los ojos. Fuera hacía un ligero fresco típico de febrero pero dentro la calefacción producía una temperatura casi tropical. Se quitó el pijama, abrió el armario y cogió unos pantalones negros, los zapatos de piel que más le gustaban y una camisa de seda. Puso la radio, bajita, no le iban las estridencias, noticias cada minuto, para ir metiéndose dentro del hilo del día a día. Tocó el interruptor del timbre. Esperó tumbado sobre la cama hasta que el ruido de la polea del pequeño montacargas anunció la llegada del desayuno. Abrió la portezuela y allí estaba la bandeja con todo perfectamente cologado. Un café cargado, un zumo de naranja recién exprimido, dos trozos de melocotón el almíbar y dos tostadas con sus correspondientes paquetitos de mermelada y mantequilla al lado. Pero no era mantequilla. Lo había vuelto a hacer. Tendría que volver a quejarse a Maruja, la asistenta, de que aquello no era más que esa porquería de margarina que tanto le asqueaba, sobretodo cuando la calificaban como mantequilla de la de verdad. Era el signo de los tiempos, todo se estaba convirtiendo en un sucedáneo.

Comió y bebió lentamente el desayuno. Cuando terminó volvió a colocar la bandeja en el montacargas y tocó el timbre para que la recogieran. Se puso la chaqueta, cogió el manojo de llaves y salió de la habitación. Por el pasillo no se veía ni un alma. Cogió el ascensor hasta la planta baja, giró por el pasillo hasta la puerta cerrada con llave, la abrió y accedió al pasadizo que comunicaba directamente las habitaciones con la sacristía. Entró en ella y encendió la luz. Quedaban quince minutos para la misa de ocho. Cogió otra de las llaves y abrió el armario de acero del fondo que hacía las veces de caja de seguridad. Sacó el cáliz, la patena, unas cuantas obleas y las vinajeras de oro. Dentro, del tercer cajón también cerrado con llave, extrajo el álbum de fotos.

sacristia2Se sentó en la silla junto al escritorio y comenzó a mirar las imágenes. Iba pasando página a página. Poco a poco lo fue notando. Se excitaba, se fue excitando. Abrió la cremallera del pantalón y se sacó el pene. Aquella rutina maravillosa. Pasando y pasando páginas, hasta que llegaba a la última con aquella imagen que tanto le gustaba, la del niño rodeado por dos hombres, uno delante y otro detrás, con una expresión en el rostro de llanto contenido que no sabía porqué le llevaba nada más verla a la eyaculación en pocos segundos. Esa vez también eyaculó, un gran chorro de semen, se acercó el cáliz y dentro vertió todo aquel líquido blanquecino procedente de sus entrañas.

Se subió la cremallera. Después cogió una sotana y una estola y se las echó por encima. Abrió la puerta. Los dos monaguillos le esperaban sentados en los sillones del coro. Les hizo un gesto y ambos le escoltaron desde la puerta hasta el altar portando los objetos sagrados. La misa de ocho le gustaba. Tenía unos parroquianos fieles a esa hora, siempre los mismos. Tres o cuatro viejas beatas de las que no pueden dormir por la noche. Cuatro o cinco numerarios del Opus Dei del barrio algunos de ellos altos cargos de empresas que acudían a misa antes de entrar a trabajar. A todos les gustaba especialmente su misa, porque a diferencia de otras a otras horas el transcurso era breve, sin excesiva palabrería, y a la hora de la verdad, durante la sagrada comunión, daba las hostias mojadas en el vino a los fieles, no secas, y además daban un pequeño trago del cáliz. La sensación de notar la sangre de cristo en sus gaznates atraía a los fieles, afirmaban que aquel vino tenía un sabor especial, afrutado con aroma a roble pero algo más amargo de lo habitual en boca.

Soltó la perorata sin pestañear, mecánicamente. Dar la comunión de ese modo le excitaba, sobretodo cuando dejaba probar el vino a los monaguillos, pensando en la mezcla de líquidos que había en la copa dentro de aquellos jóvenes. A las ocho y media en punto finalizaba siempre la eucaristía con la frase de “podéis ir en paz”. Los fieles se marcharon en silencio satisfechos y con el alma limpia. Se quitó la sotana y volvió a salir por el pasadizo. Llegó al edificio y subió en el ascensor hasta el segundo piso, en el ala derecha se encontraba su despacho. Se sentó delante del escritorio y sacó el cuaderno donde tenía apuntado el orden del día. Dos clases de historia a los mayores, dos de religión a los pequeños y tres horas de tutoría durante las que recibiría a un par de alumnos díscolos acompañados por sus padres.

Eran las nueve menos diez, casi la hora de subir a las clases, cuando escuchó pasos por el pasillo. Entonces la puerta se abrió de golpe pegando contra la pared, y allí apareció de repente el chicho. Llevaba algo en la mano, un objeto largo, envuelto en papel de periódico.

-¿QUÉ HACE USTED AQUÍ? SALGA INMDIATAMENTE, YA LE HE DICHO QUE ESTÁ EXPULSADO- le gritó con firmeza haciéndose el iracundo.

Pero no le dio tiempo a nada más. El chico metió una tremenda patada a la mesa del escritorio que se le precipitó encima arrinconándolo contra la pared del fondo. Del periódico enrollado sacó un bate de beisbol y comenzó a golpearlo todo a su paso. Atizó un golpe a la máquina de escribir que la envió al otro extremo del despacho, después pegó un golpe a la lámpara, y otro a las estanterías, de las que cayeron barios libros. El chico apartó la mesa de un empujón y lo dejó al descubierto, y entonces le pegó un palo apuntando a la cabeza directamente pero acertó en un hombro, tan fuerte que casi le hizo desmallarse. Cayó de lado al suelo, y entonces el chico lo agarró con una mano de la pechera y lo levantó en el aire, pero al instante lo dejó caer de nuevo mientras en el aire con la otra mano le metió un palazo en el cuello como si su cabeza fuera una pelota en el estadio de los Yankees de Nueva York. Al caer a plomo no llegó a perder el sentido, pero quedó aturdido junto a la pared. El estruendo de golpes continuó un par de minutos que parecían horas, rompió todo lo que había a su paso. Entonces terminó y se hicieron dos o tres segundos de silencio. Entonces lo agarró del cuello de la camisa por detrás y comenzó a arrastrarlo hacia fuera del despacho. Casi no podía respirar e intentó zafarse, pero una patada en las costillas acabó finalmente con toda su resistencia, y se dejó llevar. El chico llamó al ascensor, lo introdujo a tirones dentro, arrastrándolo, y apretó el botón en dirección la planta baja. Cuando llegaron a ese piso, abrió la purta y continuó la operación por el pasillo de salida al patio.

sacristia3Cuatrocientos treinta y siete alumnos formaban en filas de a dos divididos por cursos y grupos sobre el campo de fútbol de tierra, mirando en dirección al edificio donde se encontraban las clases, las oficinas y los dormitorios. La parte frontal de la construcción contaba con un soportal cubierto que se alzaba dos metros por encima de la arena. En su centro, un cura hablaba por un micrófono situado en un atril a la muchachos. Antes de entrar a las aulas, primero venían unas oraciones a Dios y a la virgen María, y luego se leían los resultados deportivos de los equipos del colegio, que cuando eran negativos para la institución despertaban un murmullo de satisfacción entre la multitud. El cura estaba desgranando los tanteos de los partidos de fútbol cuando se escuchó un estruendo al abrirse de un golpe la puerta de metal y cristal que daba al pórtico. El cura se giró y quedó petrificado cuando vio a aparecer al chico arrastrando a su compañero a tirones de ropa. Quedó mudo escuchando los balbuceos de dolor y viendo la sangre que le brotaba de la nariz manchando el suelo de piedra caliza. La juvenil muchedumbre se percató de lo que sucedía, pero obnubilados permanecieron en un silencio sepulcral.

El chico llego hasta el atril, dejó caer como un fardo al suelo el cuerpo del cura, agarró el bate con las dos manos y ante la mirada horrorizada del otro sacerdote le sacudió un batazo a media espalda que le hizo caer hacia delante un metro, aterrizando como un aeroplano sobre la arena. Las primeras filas de muchachos ni se movieron, estupefactos y ojipláticos. A algunos se les escapaban sonrisas nerviosas al ver aquello, pero trataban de disimularlas con miedo para que nadie los viera. Volvió a coger al cura de la espalda de la camisa, como si fuese un saco, un divino sacro saco, y con un hábil movimiento de péndulo lo sacó por el hueco del pórtico, dentro-fuera dentro-fuera, hasta que lo soltó lanzándolo por el hueco del soportal. El cuerpo cayó al lado de otro. El silencio continuaba imperturbable en la multitud. El chico se aproximó al micrófono. Lo tocó, toc-toc, para ver que funcionaba. Acercó la boca. Pensó qué decir durante dos o tres segundos. Sonrió.
-Oh, capitán mi capitán- dijo.

Luego soltó una carcajada, tiró el bate y se marchó por el lateral del patio. Abrió la puerta de recepción donde el portero hacia guardia para que nadie se escapase. Se escucharon unas boces, luego unos estruendos y ruido de cristales. Luego un leve grito entrecortado de socorro del portero. Uno de los curas se levantó arrastrándose por la arena. Gritó: “AYUDAAAAA”. Pero volvió a caer al suelo dolorido y exhausto.

Nadie se movía de la formación hasta que Matesanz salió de entre la multitud. Recorrió las filas de gentío hasta llegar a la cabecera del grupo, donde yacían los curas heridos retorciéndose. Se acercó. Se bajó la bragueta y comezó a orinar sobre ellos.


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