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Escrito por Ágata G. Bové el .

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Circulaba ya por la autopista cuando me di cuenta de que se me había olvidado el litio, el blíster que llevaba siempre en el bolsillo se me había terminado el día anterior y no lo había repuesto. Tuve que desandar lo andado. Cambio de sentido, seis kilómetros de vuelta... apreté el acelerador a fondo, ciento noventa por hora. Llegué a la circunvalación y, tras dos kilómetros y medio, a la salida Oeste de la urbanización. Recorrí a toda prisa los tres interminables kilómetros por sus calles desiertas entre lomas que subían y bajaban como una montaña rusa, hasta llegar a nuestro chalet. Dejé el coche en el garaje y subí en el ascensor hasta el cuarto piso donde estaba nuestro dormitorio. Pero al abrir la puerta no había una sola persona descansando como yo esperaba, sino que estaban los dos haciendo el amor. Pegué un portazo y varios alaridos, golpes en las paredes, espeté maldiciones. Su amante escapó a la carrera tapándose con la sábana mientras recogía como podía su ropa. Me pidió perdón mientras temblaba, aseguró que aquello no era lo que parecía. Que no era lo que parecía lo que habían visto mis ojos, que el caballo blanco de Santiago era negro. Me quité el cinturón y comencé a golpear su cuerpo con fuerza con la hebilla, latigazos con punta de metal. Brotó la sangre de su escuálido lomo. Se arrastró chillando de dolor hasta caer al suelo por el borde de la cama y entonces comencé a darle patadas en los costados. 20562Me agaché y coloqué mi rodilla sobre su espalda, haciendo crujir sus costillas, para que quedara inmóvil y empecé a pegar puñetazos sobre la cabeza, sobre la nuca y las mejillas, con todas mis fuerzas.

Lloraba y pedía disculpas, pero también amenazaba con denunciarme y pedir una orden de alejamiento, como siempre hacía cuando yo imponía mi violencia. Aunque luego no se atrevía a hacer nada. En ese momento decidí que aquella farsa no podía continuar, que me daba asco. Nuestro matrimonio no funcionaba desde hacía años. Al principio sí, éramos la pareja perfecta, él tan guapo y aseado, tan educado, tan delgado y con esa barbita siempre perfectamente recortada, y el trato con mi familia era maravilloso, preparaba unos cócteles y unas paellas estupendas. Además, con un poco de Viagra todo se solucionaba si yo requería penetración. En nuestros días abundan las parejas formadas por hombre homosexual y mujer heterosexual, son uniones normales, respetables, sociales, funcionan muy bien porque los homosexuales son sensibles y se adaptan muy bien a las necesidades de la mujer. A David no le apetecía vivir en la urbanización Rainbow para gays ricos, prefería la opción tradicional de emparejarse con una hembra de buena familia y formar una idem. Tampoco debe ser plato de gusto vivir en una urbanización donde sólo hay hombres afeminados, como ahora se estila dentro del colectivo Fag, urbanizaciones lujosas color de rosa cerradas a cal y canto donde las mujeres no están autorizadas a entrar, para qué. Pero allí cuentan que se aburren mucho, hay demasiado sexo y critiqueo.

David sangraba abundantemente y los golpes lo habían dejado semiinconsciente. Le pegué otra patada en el costado, y emitió un quejido grotesco pero voluntario. Así que cogí mi blíster de litio y volví al coche, iba a llegar tarde a mi clase de italiano. Salí de nuevo de la urbanización y conduje mi coche turboeléctrico a más de ciento ochenta por hora, debieron al menos ponerme seis multas en los radares, pero Jose Pelayo no dejaba a entrar a nadie al aula más de un cuarto de hora tarde. Por suerte pasé rápido los tres controles policiales de acceso al centro ciudad y llegué, con la hora pegada al trasero, pero llegué. 20566Subí al segundo piso saltando los escalones de dos en dos, abrí la puerta, vi la clase llena, pero el sitio que más me gustaba, en la última fila, seguía libre. Prefería aquel pupitre porque era una mesa para profesor auxiliar de madera situada al fondo que, al estar rematada con tablones, no dejaba ver la parte baja del cuerpo de quien se sentaba en ella, a diferencia del resto de pupitres.

José Pelayo Huertas es mi profesor de italiano. Es un cincuentón atractivo de sonrisa cautivadora. Reúne a su alrededor a un grupo de treinta alumnos muy seleccionados, un noventa y nueve por ciento mujeres, que acuden a su clase a escuchar su perfecto verbo y a admirar sus duras nalgas cuando sube al encerado. Casi siempre que me pregunta en clase yo hago señas como de que estoy afónica, porque después de tres años confieso que no tengo ni idea de italiano. Ese día, como tantos otros, esperé a que él trepara al estrado a escribir sus frases en ese idioma extraño y comencé detrás del pupitre salvador mi ceremonia habitual. Empecé a rozarme suavemente las piernas por encima de la ropa, luego el vientre, muy disimuladamente las mamas y finalmente sumergí mi mano dentro de la falda hasta llegar a la vulva y al clítoris, que hinchado de glóbulos rojos, glóbulos blancos y plasma sanguíneo comenzó a palpitar hasta que llegué a un fuerte pero silencioso orgasmo, contenido. Repetí una vez más la operación durante la escucha de la locución grabada de la RAI que ponía todos los días. Tras el relax, me introduje disimuladamente dos pastillas de litio en la boca, pegué un trago a mi botellita de agua y los minutos transcurrieron como segundos hasta que finalizó la clase.

Salí del edificio dudando a dónde dirigirme. No quería volver al chalet. Mi vida estaba vacía y me sentía traicionada por David, que me tenía anulada. Mis hijos me esclavizaban. Decidí tomar rumbo a nuestro piso del centro. Está situado en una avenida enorme por la que ya apenas circulan coches, no están autorizados más que los residentes con vehículos que no emitan absolutamente nada de CO2. Ambas condiciones las cumplo, hemos comprado varios deportivos y todoterrenos Turboeléctricos. Tenemos cuatro pisos repartidos por la ciudad por si queremos bajar para el ocio. Dice mi amiga Susana que en el centro ya sólo residimos los ricos y guapos. Las calles antes ruidosas y llenas de humo y lumpen, de mugre, ahora son silenciosas y limpias, inodoras. Llegué al piso. Allí tenía todo lo necesario para vivir, mi ropa, mis dispositivos y mis objetos, todos duplicados como en el chalet. Por las ventanas entraba una luz limpia pero extraña, y no se veía a casi nadie caminar por las aceras. Un silencio sepulcral invadía todo, excepto el ruido que un semáforo emitía para indicar a los ciegos que podían o no cruzar, cruzar o no una calle de cuatro carriles por la que en diez minutos apenas pasaron dos coches en hora punta. Frente a la ventana del salón, en la acera de enfrente, podía observarse la cristalera de un gimnasio, con sus cintas de correr, sus elípticas y sus bicicletas estáticas, sobre las que se podía ver a la gente tratando de ponerse en forma. Sus movimientos son hipnóticos cuando hacen cardio, se mueven y sudan, se mueven y sudan, se mueven y sudan. A veces me excitan. Tenía que dar un giro a mi vida. Llamé a mi amiga Susana. Le conté lo que había pensado y me dio la razón en mi decisión drástica. Su marido también era homosexual, pero seguían, siguen, juntos por sus hijos, por su estatus y porque él sólo hace el amor con ella, con nadie más, mediante Viagra doble, o triple, pero siempre cumple. Me sugirió que acudiera esa semana a la feria de franquicias y emprendedores que se iba a celebrar en el recinto ferial, ya que como yo ya no quería tener más relación con David era bueno que rompiera todos los lazos con él, incluso los comerciales. David y yo cuando nos casamos montamos una red de clínicas dentales. Mi padre puso el dinero, éramos constructores, nuevos ricos. El suyo era militar, puso la posición social. Habíamos estudiado odontología juntos en una universidad privada en la que nos conocimos. No aprobábamos ni la religión, pero el dinero rompe barreras. Y las clínicas fueron un éxito total. Ahora lo que yo quería era montar otro negocio de éxito como el anterior, uno que diera réditos y poco trabajo.

Acudí a la feria. Franquicias. Restaurantes de comida rápida. Perfumerías. Inmobiliarias. Seguros. Aburrimiento. Pero cuando ya iba a desistir asqueada se me acercó un chico rubio jovencito con acento extraño que tenía un stand y me sugirió acudir a una charla en la que invitaban a Möet, y por lo bajini me dijo que si quería podría esnifar cocaína superpura también. Siempre me ha gustado ese champán, así que acudí a la sala de reuniones. Allí estaba de nuevo el joven, que se me presentó. Se llamaba Mijai Georgescu. 20563Era comercial de una firma rumana multinacional, “Ușor de bani”, que movía muchos billones al año en Europa. El negocio consistía en que, tras pagar un canon a la central, ellos te proporcionaban toda una organización de recogida de fondos mediante empleados.

El negocio era una maravilla y ellos tenían la exclusiva. La mano de obra asequible era muy difícil de encontrar desde que el nuevo orden mundial había cerrado las puertas de salida de África, Asia y Sudamérica. Ahora las razas convivían en paz, cada una en su continente, sin que se les dejara salir más que en casos justificados. Sin negros ni chinos la producción a mano se concentraba en fábricas robotizadas y el resto de europeos se las apañaban como podían, pero en paz. En las periferias dormitorio subsistían las clases bajas. En el centro y las urbanizaciones, lugares cerrados por el estado sólo aptas para gente con permiso del gobierno de La Unión Europea, vivimos los que tenemos ingresos suficientes para mantener los equipamientos, la eficiencia ecológica, para no contaminar y para pagar las tasas que sostienen el estado del bienestar. Las ciudades están limpias, los cielos y el aire son puros, como nunca, todo como una patena, la lluvia ya no es ácida, y no hay conflictos sociales. Un mundo ideal. Pero encontrar gente que te haga las tareas duras resulta francamente difícil. Los gitanos rumanos eran la única solución a este duro problema productivo dentro del viejo continente.

Mijai era claramente homosexual, pero me hizo el amor con gran sensibilidad y cerramos el trato. Poseía un gran pene y una lengua de gato, y no tenía problemas a la hora de los negocios en tomar Viagra a discreción. “Usor de bani” se encargaría de la importación de gitanos, en un principio pensamos en doscientos cincuenta, y me prometieron que de ellos unos cien serían tullidos, mucho más productivos. Los traerían en cinco autocares y los alojaríamos en una nave alquilada de la periferia. Los catres y la comida llegarían todos los días en sacos que la franquicia se encargaba de aportar, comida natural y nutritiva con muchas vitaminas para mantener la actividad de los empleados, que trabajarían media jornada, doce horas, en el centro, en las puertas de las iglesias y de los grandes almacenes. Cada uno recaudaba una media de cincuenta Euros al día, diez de ellos se los quedaba la matriz en Bucarest y el resto serían para el franquiciado, o sea, yo misma. Todas las mañanas los autocares se los llevaban y por la tarde los recogían para devolverlos a la nave. Se les pagaba mediante techo, comida, una vida mucho más digna que la que llevaban en sus poblados de los Cárpatos, donde las malas lenguas dicen que se practica incluso el canibalismo. Los beneficios para mí serían de cinco mil Euros al día. Una cantidad modesta pero aceptable para empezar. Luego podríamos ir ampliando el negocio a otras ciudades, con muchos más gitanos. “Usor de bani” garantizaba el monopolio. Qué guay.

Los meses pasaron y mi nueva vida era todo un éxito. Cada día ganaba más dinero, no tenía tiempo ni de gastarlo, me encendía los cigarros con billetes. No volví a ver a David ni a mis hijos, lo que me liberó totalmente del estrés, ni en pintura quería saber nada de ellos. Me hice tarjetas de empresa en las que me llamaba "Conchi del Monte", en  vez de "Concepción Monte", sonaba mucho mejor y noble. Mi nuevo yo. Salía todas las noches con Susana a bailar o iba a manifestaciones feministas de las que se organizan todos los días ahora en el centro que siempre terminan quemando alguna iglesias o alguna sinagoga. La coalición de izquierdas con los ecologistas ganó las elecciones por sexta vez consecutiva y me afilié al Partido Verde, me hice voluntaria para defender al planeta del enfriamiento global, que ahora había sustituido al calentamiento debido al bajo CO2. Mi vida era de postal. Entonces hubo una cosa que comenzó a descarrilar, a chirriar, a desestabilizarme. Era el semáforo de enfrente de mi casa, su sonido, su desagradable musiquita electrónica. Como no había ruido de coches ni de gente en la avenida, sólo se escuchaba el pitido estridente para facilitar el cruce a los ciegos. Así, pin pin, pin pin, de cada minuto y medio treinta segundos. No podía soportarlo. Me sentaba delante de la ventana a mirar a la gente del gimnasio de enfrente haciendo ejercicio mientras me masturbaba al observarlos sudar, pero el sonido del semáforo maldito me cortaba el rollo. Me metía en la cama y escuchaba de fondo ese idioma para ciegos repugnantes. Ni tomándome dos valiums conseguía conciliar el sueño, tenía metido su murmullo en el cerebro. No podía más.

Pensé seriamente en suicidarme. Encargué a Mijai un arma de fuego, que me la trajera de Rumanía. Dos días más tarde vino a mi casa con un fusil de asalto. Fuimos juntos a un campo de tiro y practicamos la eutanasia a un par de ancianos rumanos paralíticos para hacer puntería. Era entretenido Se me daba bien disparar contra blancos móviles. 20564Cuando volví a casa cargué el arma y la apunté hacia mi cabeza, pero no pude hacerlo, fui cobarde. Entonces abrí la ventana y disparé primero contra el semáforo, que reventó en mil pedazos estruendósamente. Un perro ladró a lo lejos, pero volvió a hacerse el silencio sepulcral en unos segundos. Después apunté contra la cristalera del gimnasio de enfrente y solté una ráfaga. Los cristales saltaron hechos añicos y se vio a lo lejos como la sangre empapaba las blancas paredes. Se escuchaban alaridos de dolor. Volví a disparar otra ráfaga, y luego otra, hasta que cesaron. Tres horas más tarde acudió un coche de la policía municipal.

Para evitar la cárcel, porque había asesinado a gente del centro ciudad y eso estaba muy penado, tuve que pagar bastantes millones de Euros, lo que me dejó casi arruinada, tuve que tirar de casi todos mis ahorros. Aunque pronto me recuperé gracias a una ampliación del negocio de la recaudación de fondos mediante gitanos rumanos. Susana y su marido, al enterarse de mis problemas legales y financieros, me prestaron dinero a cambio de acciones de la empresa y pasamos a trabajar con quinientos operarios en plantilla, compramos un hangar para alojarlos y veinte autocares más para el transporte. Para festejarlo ella intentó quedarse embarazada de su cuarto hijo mintiendo a su marido diciéndole que todo iba bien con el DIU, pero se lo ladeó con la punta de una percha, y el día que le dieron el resultado de los test de preñez para celebrarlo nos fuimos a bailar y a una manifestación ecolofeminista que terminó con graves disturbios, treinta manifestantas heridas, dieciocho antidisturbios con lesiones y tres policías municipales en coma etílico. El niño nació el 1 de enero de 2056 mediante una cesarea programada. Pesó cuatrocientos treinta gramos.

Al final volví con David. Porque repararon el semáforo y aquello no había cristiano que lo aguantase.



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