La historia de la noche (IV)

Escrito por Daniel Prieto el .

(4). Santos o demoños

Mi hija mira hacia mí arrastrándose por el suelo con los ojos desorbitados. Le han volado la mandíbula inferior de un tiro, con una recortada. Ellos. Mi hijo yace decapitado a los pies de la cama. Han metido su cabeza en su pequeño orinal. La moqueta verde ahora es toda roja. Siempre odié esa moqueta. Mi mujer también ha muerto, está sobre la cama abierta en canal. Han sido ellos. Los hombres de negro. Son tres. Siempre actúan encapuchados. Me han atado a una silla tras amordazarme. He visto cómo lo hacían todo. Las paredes, antes blancas, parecen una exposición de esas para imbéciles de arte contemporáneo. La serie roja, se podrían llamar estos lienzos. Sesos y vísceras pegados al techo. Ellos. Son implacables. Les llaman “los tres de Leganés”, los tipos duros del CNI, el secreto mejor publicitado del espionaje patrio, los que sacan la basura. El más alto se agacha para coger a mi hija por el pelo, tira de ella hacia atrás, con violencia, y le descerraja un tiro en la cabeza. Ella sigue mirándome mientras la sangre le sale a borbotones de esa masa informe que antes era su boca. Ha muerto pero continúa mirándome cuando la dejan tirada en el suelo. Entonces ellos se aproximan hacia mí y despierto sobresaltado, empapado en sudor. Llaman por teléfono, siempre el puto teléfono. Es César. 

- Ven a comisaría cagando leches. Nos han enviado un vídeo precioso. Tienes que verlo.

 

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Atravieso a toda hostia Génova. Empiezo a raspar la garganta, para formar la flema más grande que puedo. ¡¡Jjjjjjjj!! A la altura de la sede del PP bajo la ventanilla y escupo. ¡¡HijjjjosdePUta!! El moco, de tonos verdosos y amarillos, incluye algún hilillo sanguinolento. Me encanta cuando eso ocurre. Vuela a toda velocidad por el aire de Madrid a las doce menos cuarto de la mañana. Me ha salido precioso. Satisfecho, piso a fondo el acelerador y le doy volumen a la música. Voces de primavera de Johann Strauss. Mierda de la buena. Muevo una de mis manos al son de la música mientras repaso mentalmente toda esta basura: el capullo de Martín está en bragas en lo referente al asesinato de Hugo " el Ladilla", espero que saque un minuto para hablar con Becerra mientras funde la Visa en los putuclubs de Levante; la muerte de Coarasa lo ha embarullado todo aún más y no tengo ni un clavo ardiendo al que poder aferrarme. Dos fiambres sin cabeza y nada más. Ni una pista. La tarjeta de la discoteca en la boca de Marcos no significa nada en sí misma, alguien quiere que husmeemos en Pirandello II, está claro. Tengo que pasarme por aquel antro a visitar a ese hijo de puta de Julio Yélamos. Hoy sí le voy a cantar las cuarenta a ese cabrón, no me va a joder ninguno de sus gorilas rumanos-gitanos o búlgaros o la madre que los parió. Los pensamientos se arremolinan y empieza a dolerme la cabeza. Lo que faltaba. Me cago en toda mi puta nación.

De nuevo en maderolandia. El nido de mierdas más grande de Madrid. Caras serias. Todos me miran. Hijos de puta. Entro en el despacho de César Argote. Suda como un cerdo, está descamisado y tiene la cara desencajada. Un par de mandamases trajeados destacan de entre el grupo de picoletos que circundan una pequeña tele de esas antiguas, con el vídeo incorporado. No sé quién cojones son y me quedo mirándolos. “Asuntos internos”, zanja César. Sostiene el mando a distancia. Le tiemblan las manos y la voz.

- Esta cinta llegó hoy. Es una de esas de VHS de las de antes. La metieron en un buzón de una oficina de correos de Torrelodones. Ni huellas dactilares ni pollas en vinagre. Cierra la puerta y prepárate. ¿Te gustan las de Walt Disney? Pues esta te va a encantar.
- No me gusta el cine en compañía de cocodrilos, César. Huelen a carroña.

Uno de los picoletos se levanta con ademán de encararse conmigo.

- Repita eso si tiene huevos, Sans. Yo no le tengo miedo.
- Siéntate, Trueba, anda. Deja a ese mierda que ya tiene bastante con ser quien es.
- Que no me ofenda ese chorizo, que todos nos conocemos....
- QUE TE SIENTES TRUEBA, JODER.

Los hijoputas trajeados observan atónitos la escenita. Trueba se sienta. César conecta el vídeo que hace un ruido como de carraca antes de dejar volar las imágenes sobre el televisor.

Una extraña habitación en penumbra, con enormes vigas de madera atravesando el techo. Tres tíos atados de manos y piernas en pelotas, amordazados, con las cabezas tapadas con telas y dándole la espalda a la cámara. Parecen estar colgados del techo con unas cuerdas mediante un complejo sistema de poleas, los engranajes les obligan a permanecer con las extremidades abiertas. Tres encapuchados vestidos totalmente de negro entran en escena, cada uno de ellos se sitúa al lado de los hombres atados, que tiemblan visiblemente nerviosos. Un silencio atronador, solo interrumpido por las respiraciones de esos pobres diablos, acelerándose cada vez más. Uno de los encapuchados tiene un bate, otro una sierra mecánica y el tercero una pizarra y una palanca. El plano fijo es angustioso, opresivo. La cámara recoge fríamente las imágenes, sin piedad. A un gesto de uno de los encapuchados se desencadena un pequeño infierno difícil de concebir. Una mano inocente conecta una cadena de música que hay en un rincón, a todo volumen, con una canción de "Los santos" que grita "I HATE YOUUUUUUUUUUUUU" hasta molestar a nuestros tímpanos. Pero lo más desagradable son los sonidos de carne golpeada, cortada, despedazada... Los tres pobres diablos gritan con todas sus fuerzas, pero sus gritos apenas se escuchan, no solo porque la música y las mordazas lo impidan, sino porque los ruidos de sus huesos partiéndose y de los jadeos de excitación de sus verdugos son mucho más fuertes.

César avanza la cinta a cámara rápida hasta que los tres desgraciados van quedando desmembrados, con asepsia y precisión. Todos los asistentes al visionado del peliculón apartan la vista o se cubren los ojos con la mano mientras las imágenes de pesadilla se suceden. César y Juan Sans no. Los hombres de negro apilan los cuerpos un poco más cerca del objetivo. Sus cabezas cortadas siguen cubiertas. El tatuaje en la espalda de Hugo Ladilla es inconfundible, tanto como los hombros robustos de Coarasa. Juan Sans no tiene ni idea de quién es la tercera víctima. Los encapuchados comienzan a mover los cuerpos descuatizados para cortarles las pollas y, cuando van a descubrir la cabezas para metérselas por la boca, el que lleva la pizarra gira la cámara hacia un lado y escribe: “No valéis ni para abono, mariconas”. La grabación termina y, tras la imagen en ruido, el cangrejo de La Sirenita emerge cantando: “Bajo el mar, bajo el mar vives contenta, siendo sirena, eres feliz” .

-Te lo dije, Walt Disney en estado puro.

César me clavó la mirada mientras pronunciaba esas palabras. Estaba claro que los dos sospechábamos quién podría ser el tercer hijoputa que habían ejecutado aquellos cabrones. Menuda puta mierda. Alguien lo sabía. Pero ¿cómo?

…...........................

Aquello ocurrió cuando empezábamos en el apestoso gremio, cuando coincidimos juntos en aquella operación especial. Éramos jóvenes y bastante gilipollas. La Puerca medía casi dos metros. Podía arrancarte la cabeza de una hostia. En su tesis doctoral había defendido que el estado natural del ser humano era la transexualidad. No era la típica maricona loca de barrio. Era un portento mental y físico, un machogay con dos cojones. Lo malo es que se dedicaba a traficar con drogas. Argote había rebuscado en su mierda y le conocía mejor que nadie, en esa época el cabrón ya empezaba a despuntar dentro de su mundo sin ley. Hacía meses que le seguíamos la pista. Sabíamos que estaba metido hasta el cuello con los colombianos en aquel asunto de la farlopa. Fue el alijo más grande que había entrado hasta la fecha en España, ochenta toneladas de pasta base que llegaron al país gracias a una buena mordida pagada previamente a algunos agentes del CESID, que introdujeron el enorme suministro de nieve en la península camuflado en el interior de un destructor de la armada española. Todos pillaron cacho, incluso un general. "El Ladilla" se había infiltrado entre aquella escoria. Coarasa realizaba tareas de seguimiento y yo hacía que trabajaba mientras iba por ahí tomando cubatas en bares de mala muerte de la costa Brava. César siempre me decía: “Juan, esta mierda no es para ti”. Yo aún no me había embrutecido del todo por aquel entonces. Aquello nos cambió a todos, nos hizo como un click dentro de la mente. Ninguno de nosotros cuatro podría haber imaginado es con lo que nos topamos aquella noche.

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También sabíamos que La Puerca era un sádico y un degenerado. Muchas veces se había pasado de la raya con alguno de sus ligues al que habían tenido que reconstruir el culo. Estábamos seguros de que los billetes marcados los transportaba en su coche, y por eso habíamos montado aquel operativo, que culminaría el trabajo de varios meses. Pero cuando lo pillamos in fraganti en aquel coche y vimos a aquellos niños quedamos destruidos, un resorte falló en nuestro interior y dejamos de ser quienes éramos. Los niños iban enfarlopados y los había violado aquella misma noche en una parada que hizo a medio camino, dentro del coche. Y su pareja de aquel entonces, Johnny Lee, un pederasta chino, había hecho fotos de todo. Pensamos que una de las criaturas estaba muerta... el chino la estaba enculando cuando le dimos el estop al coche. Y todo se nos fue de las manos. Entonces fue cuando le encargamos la pistola a Martín y el asunto quedó finiquitado en el montículo de arena del campo de tiro, aquella misma noche. Las criaturas regresaron con sus padres politoxicómanos y adiós muy buenas. Nos sentimos mejor, o eso creímos. Le volamos los sesos a La Puerca y al puto chino, sí, pero jodimos todo el laborioso trabajo de varios meses, una putada. Porque los colombianos ahuecaron el ala y nunca pudimos seguirle la pista a aquellas toneladas de coca que estarían circulando por algún sitio gracias a nuestro trabajo de mierda. Martín pronunció una pequeña oración mientras enterrábamos a La Puerca con su amante: “No valéis ni para abono, mariconas”.


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