Dallas buyers club

Escrito por bonifacio Singh el .

Domingo por la tarde. Entre el sopor del día del señor veo en la tele “Diario de una ninfómana”. Es una infecta película, no cabe duda. La protagonista pasa largos ratos en pelotas, pero no es suficiente para mí, tiene el culo algo pequeño y entona con una voz que bajaría la lívido a Nacho Vidal. La moraleja que transporta, lo de “sé tú mismo”, tan cierta por otra parte, tampoco me basta, porque todo es muy relativo en esta vida, nada es lo que parece y el guión de este mamotreto se asemeja más en conjunto a una insoportable colección de citas del vacuo Paulo Coelho que a una novela negra escrita por Diógenes el cínico (eso sí que sería espectacular, por cierto). Valerie Tasso es una coñaza. Ni siquiera puede levantar el desaguisado que actúe Judith Diakhate, un ángel moreno con cierto parecido a Cindy Blackman cuando aporrea sin piedad la batería o a la feroz Pam Grier de los mejores tiempos de la Blaxploitation.

Hay películas insalvables. Sin embargo, existen otras que, a pesar de sus múltiples imperfecciones, emanan algo difícilmente definible que las hace atractivas. Es el caso de “Dallas buyers club”. Se le puede poner muchas pegas. Que si el guión tiene fallos evidentes, que si cae en los típicos tópicos del cine yanki, que si está sobrecargada de escenas que rozan el absurdo, que si el acomodador del cine nos intentó despistar haciéndonos el siguiente desconcertante comentario sin venir a cuento (que no le pedimos en ningún momento): “yo creo que rodarán una segunda parte”…. Pero dentro de ella encontramos a dos mutantes tocados por la varita mágica: los físicamente irreconocibles Mathew Mconaughey y Jared Leto.

Mathew es un espécimen curioso. Perpetrador de infames películas en el pasado, ha subido de golpe y porrazo a la primera división. Demacrado, adelgazado de músculos y desnudado de caretas, el exnovio de Pé ha dado en el centro de la Diana del talento en los últimos tiempos. De repente, sin previo aviso. Ya me impactó en su breve papel en “El lobo de Wall Street”. En unos minutos se comía con patatas la película y al eterno blandengue de Leo Dicaprio. No sólo con su gesto, sino con su dicción, con una pronunciación prodigiosa de su papel. Sólo recordaba vagamente a lo que fue, a la mierda que fue.

Si Mconaughey está colosal, no anda a la zaga Jared Leto. Transformado en travelo hasta ser difícil reconocer su guapura en la vida real (aunque yo de hombres “monos” no entiendo nada), transforma el papel tópico de un perdedor que al final morirá irremisiblemente en el de una persona de poca carne y muchos huesos sazonados con heridas por dentro y por fuera, en la encarnación descarnada de un ser humano en la máxima esencia de su libertad, de su imperfección y de su ternura conmiserativa hacia los demás.

Fuera de ellos dos, de sus rostros, la acción se explica a duras penas. Ambos le dan credibilidad a la suciedad, al rodeo, a la sangre, a las jeringuillas, a la enfermedad sin esperanza. Sin ellos dos la película no existiría en absoluto por mucho que intentaran salvarla mediante los archisabidos ideales de “haz el bien” y “ayuda al prójimo”. Ni el imperativo categórico Kantiano tendría sentido sin vestirlo con un poco de carne, la carne interior viste mucho. La carne interior es lo más parecido al alma.

El abrazo leal de ambos protagonistas antes de separarse para siempre me recuerda al de Perugorría y Cruz en aquel plano final de la inmensa “Fresa y chocolate”. Demasiado guionizado y previsible, pero Mconaughey y Leto lo salvan sin insultarlo. Y no nos cansaremos de comentar que no hace falta aclarar en rótulos al final lo que les sucederá a los protagonistas después del letrero que dice fin. La investigación personal, la curiosidad y el “fuera de foco” son esenciales en el cine y en las relaciones humanas en sí mismas, joder, dejen algo a la imaginación y a nuestra afición a la Wikipedia.

Estábamos solos en la enorme sala durante la sesión nocturna. Al salir busqué al acomodador para decirle sin acritud que era un cabrón simpático, pero sólo encontré a lo lejos las luces del ya cerrado Burrikín, y me entraron ganas de comerme a las tres de la mañana una hamburguesa de esas que sirven con sabor a yeso y aroma a carne de burro. Mathew tiene mucho mérito, aguantó a la insoportable de Penélope durante una temporada. Pero era otro Mathew, no el flaco de ahora.

 

Imprimir