Hopper

Escrito por Mercado Navas el .

Hotel Lobby

Vaya por delante que me encanta la pintura de Edward Hopper (1882-1967) y que no me considero para nada un entendido en pintura. Escribo esta colaboración motivado por las ilustraciones (sobre todo la última) a la pieza El Lector, publicada por Ignacio Mincholed en esta Página.

Descubrí al pintor estadounidense mientras me formaba para ser maestro de escuela hacia el final de los años ochenta. Recuerdo haber visitado una maravillosa exposición de su obra, la primera, creí haber entendido, por entonces, en Madrid.

Me asombra la facilidad del autor en detener el tiempo. A veces, esta sensación puede resultar incluso sofocante pues está en abierta contradicción con el ritmo al que pretenden conducir nuestras vidas. Me atrevería a decir al respecto que los cuadros de Hopper transmiten también una estaticidad comparable a la de los bodegones. Y es que el efecto arrêt sur image es implacable, insoslayable, una especie de constreñimiento a la pausada consideración del instante reflejado.

AutoretratoDicho instante encierra, por supuesto, un juicio de valor. Si volvemos al pretexto de estas líneas, el lienzo Hotel lobby (1943), estamos ante la plasmación de una secuencia: una mujer joven, en primer plano, a la derecha, lee un libro en el vestíbulo de un hotel. La luz blanquísima de la escena proviene del ángulo superior izquierdo por el lado del espectador y nos conduce, dejando a mitad de camino un retazo del mostrador de la recepción en penumbra, hacia un segundo término en el lateral izquierdo donde una pareja que transita hacia la ancianidad conversa. El hombre, de traje muy oscuro, permanece de pie. La mujer, vestida de rojo, con abrigo de visón y sombrero negros, lo mira como esperando una respuesta. Él mira hacia adelante, un poco a ninguna parte, mientras se la piensa.

Me gusta la visión democrática, por así decirlo, del autor en lo que se refiere al detalle con lo que todo está pintado. Merecen a sus ojos, y siempre que el ser o el objeto señalados estén bañados por la luz, el mismo nivel de atención los volúmenes de un sillón, los reflejos acrisolados de su raso y la lozana turgencia de la pantorrilla derecha de la joven lectora. Interpreto que ello es así para igualar los conceptos de todo y todos en su indiscutible condición de fortuitos y pasajeros. La lectura en solitario y la conversación también acabarán llegado el momento.

Me atrae, además, la visión marcadamente volumétrica de los seres y los objetos, su compartida corporeidad, si se me permite. Una contundencia a la que contribuye también la elección de una paleta de colores que me remite a los que uno se encuentra en los países del Norte de Europa.

New York MovieNo quisiera poner fin a estas consideraciones sin aludir a la pulcritud de la obra de Hopper, que pinta sin ambajes ni sofisticación y me recuerda una definición que escuché en su día a propósito de la composición musical: el arte de ordenar no sólo sonidos sino también silencios a lo largo de una partitura. En cada cuadro, Hopper nos pide silencio para que sepamos escuchar el vacío que hay entre las cosas y las personas de su universo.

Y, al final, me doy cuenta de que, de alguna manera, persigo en mi expresión escrita lo que el pintor estadounidense consiguió: claridad, contundencia, orden, mesura y silencios administrados de tal forma que muevan a la reflexión.

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